Por ivanero9
“Nuestro temor más profundo no es que seamos inadecuados. Nuestro temor
más profundo es que somos excesivamente poderosos. Es nuestra luz, y no nuestra
oscuridad, la que nos atemoriza. Nos preguntamos: ¿quién soy yo para ser
brillante, magnífico, talentoso y fabuloso? En realidad, ¿quién eres para no
serlo? Infravalorándote no ayudas al mundo. No hay nada de instructivo en
encogerse para que otras personas no se sientan inseguras cerca de ti. Esta
grandeza de espíritu no se encuentra solo en algunos de nosotros; está en
todos. Y al permitir que brille nuestra propia luz, de forma tácita estamos
dando a los demás permiso para hacer lo mismo. Al liberarnos de nuestro propio
miedo, automáticamente nuestra presencia libera a otros”.
Marianne Williamson
En 1951, el reconocido psicólogo estadounidense Solomon Asch fue a un
instituto para realizar una prueba de visión. Al menos eso es lo que les dijo a
los 123 jóvenes voluntarios que participaron –sin saberlo– en un experimento
sobre la conducta humana en un entorno social. El experimento era muy simple.
En una clase de un colegio se juntó a un grupo de siete alumnos, los cuales
estaban compinchados con Asch. Mientras, un octavo estudiante entraba en la
sala creyendo que el resto de chavales participaban en la misma prueba de
visión que él.
Haciéndose pasar por oculista, Asch les mostraba tres líneas verticales
de diferentes longitudes, dibujadas junto a una cuarta línea. De izquierda a
derecha, la primera y la cuarta medían exactamente lo mismo. Entonces Asch les
pedía que dijesen en voz alta cuál de entre las tres líneas verticales era
igual a la otra dibujada justo al lado. Y lo organizaba de tal manera que el
alumno que hacía de cobaya del experimento siempre respondiera en último lugar,
habiendo escuchado la opinión del resto de compañeros.
La respuesta era tan obvia y sencilla que apenas había lugar para el
error. Sin embargo, los siete estudiantes compinchados con Asch respondían uno
a uno la misma respuesta incorrecta. Para disimular un poco, se ponían de
acuerdo para que uno o dos dieran otra contestación, también errónea. Este
ejercicio se repitió 18 veces por cada uno de los 123 voluntarios que
participaron en el experimento. A todos ellos se les hizo comparar las mismas
cuatro líneas verticales, puestas en distinto orden.
Cabe señalar que solo un 25% de los participantes mantuvo su criterio
todas las veces que les preguntaron; el resto se dejó influir y arrastrar al
menos en una ocasión por la visión de los demás. Tanto es así, que los alumnos
cobayas respondieron incorrectamente más de un tercio de las veces para no ir
en contra de la mayoría. Una vez finalizado el experimento, los 123 alumnos
voluntarios reconocieron que “distinguían perfectamente qué línea era la
correcta, pero que no lo habían dicho en voz alta por miedo a equivocarse, al
ridículo o a ser el elemento discordante del grupo”.
A día de hoy, este estudio sigue fascinando a las nuevas generaciones de
investigadores de la conducta humana. La conclusión es unánime: estamos mucho
más condicionados de lo que creemos. Para muchos, la presión de la sociedad
sigue siendo un obstáculo insalvable. El propio Asch se sorprendió al ver lo
mucho que se equivocaba al afirmar que los seres humanos somos libres para
decidir nuestro propio camino en la vida.
Más allá de este famoso experimento, en la jerga del desarrollo personal
se dice que padecemos el síndrome de Solomon cuando tomamos decisiones o
adoptamos comportamientos para evitar sobresalir, destacar o brillar en un
grupo social determinado. Y también cuando nos boicoteamos para no salir del
camino trillado por el que transita la mayoría. De forma inconsciente, muchos
tememos llamar la atención en exceso –e incluso triunfar– por miedo a que
nuestras virtudes y nuestros logros ofendan a los demás. Esta es la razón por
la que en general sentimos un pánico atroz a hablar en público. No en vano, por
unos instantes nos convertimos en el centro de atención. Y al exponernos
abiertamente, quedamos a merced de lo que la gente pueda pensar de nosotros, dejándonos
en una posición de vulnerabilidad.
El síndrome de Solomon pone de manifiesto el lado oscuro de nuestra
condición humana. Por una parte, revela nuestra falta de autoestima y de
confianza en nosotros mismos, creyendo que nuestro valor como personas depende
de lo mucho o lo poco que la gente nos valore. Y por otra, constata una verdad
incómoda: que seguimos formando parte de una sociedad en la que se tiende a
condenar el talento y el éxito ajenos. Aunque nadie hable de ello, en un plano
más profundo está mal visto que nos vayan bien las cosas. Y más ahora, en plena
crisis económica, con la precaria situación que padecen millones de ciudadanos.
Detrás de este tipo de conductas se esconde un virus tan escurridizo
como letal, que no solo nos enferma, sino que paraliza el progreso de la
sociedad: la envidia. La Real Academia Española define esta emoción como “deseo
de algo que no se posee”, lo que provoca “tristeza o desdicha al observar el
bien ajeno”. La envidia surge cuando nos comparamos con otra persona y
concluimos que tiene algo que nosotros anhelamos. Es decir, que nos lleva a
poner el foco en nuestras carencias, las cuales se acentúan en la medida en que
pensamos en ellas. Así es como se crea el complejo de inferioridad; de pronto
sentimos que somos menos porque otros tienen más.
Bajo el embrujo de la envidia somos incapaces de alegrarnos de las
alegrías ajenas. De forma casi inevitable, estas actúan como un espejo donde
solemos ver reflejadas nuestras propias frustraciones. Sin embargo, reconocer
nuestro complejo de inferioridad es tan doloroso, que necesitamos canalizar
nuestra insatisfacción juzgando a la persona que ha conseguido eso que
envidiamos. Solo hace falta un poco de imaginación para encontrar motivos para
criticar a alguien.
El primer paso para superar el complejo de Solomon consiste en
comprender la futilidad de perturbarnos por lo que opine la gente de nosotros.
Si lo pensamos detenidamente, tememos destacar por miedo a lo que ciertas
personas –movidas por la desazón que les genera su complejo de inferioridad–
puedan decir de nosotros para compensar sus carencias y sentirse mejor consigo
mismas.
¿Y qué hay de la envidia? ¿Cómo se trasciende? Muy simple: dejando de
demonizar el éxito ajeno para comenzar a admirar y aprender de las cualidades y
las fortalezas que han permitido a otros alcanzar sus sueños. Si bien lo que
codiciamos nos destruye, lo que admiramos nos construye. Esencialmente porque
aquello que admiramos en los demás empezamos a cultivarlo en nuestro interior.
Por ello, la envidia es un maestro que nos revela los dones y talentos innatos
que todavía tenemos por desarrollar. En vez de luchar contra lo externo,
utilicémosla para construirnos por dentro. Y en el momento en que superemos
colectivamente el complejo de Solomon, posibilitaremos que cada uno aporte –de
forma individual– lo mejor de sí mismo a la sociedad.
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