DIÁLOGO ENTRE SUSAN SONTAG Y JORGE LUIS BORGES (publicado en
Quimera 400, marzo de 2017)
Transcripción de Christian Kupchik.
Si esto fuera una entrevista, ¿quién entrevista a quién?
¿o es un diálogo? Pero ¿qué clase de diálogo? ¿Un diálogo en la cumbre (de la
literatura)? ¿Un diálogo interamericano? ¿De discípulo a maestro?
¿Intergeneracional? ¿o más bien, y simplemente, una reflexión al alimón sobre
la literatura, una de las raras manifestaciones públicas de la muy selecta y
secreta Sociedad de los Lectores? Sea lo que sea, he aquí un histórico
encuentro entre dos indiscutibles estrellas de la literatura americana sin fronteras.
El encuentro entre Susan Sontag y Jorge Luis Borges se produjo durante la Feria
del Libro de Buenos Aires.
Susan Sontag: Quisiera contar algo… Me quedaré
una semana en Buenos Aires y, naturalmente, estoy muy feliz por haber sido
invitada a participar en la Feria del Libro y poder, de esta forma, conocer
Argentina. Pocos días antes de viajar, recibí una llamada de un periodista a
quien el Departamento de Estado de los EE. UU. le había solicitado que me
entrevistase. Él me preguntó: «¿Cómo se siente respecto a su viaje a
Argentina?». Le dije que estaba extremadamente feliz, siempre había esperado
con ansiedad la posibilidad de conocer Argentina; entonces, para mi sorpresa e
intranquilidad, me dice: «¿Por qué precisamente Argentina?», a lo que respondí:
«Porque siempre he querido conocer la tierra de Borges».
El periodista rió nerviosamente y dijo: «Sí, sí, claro, es
un gran escritor, ¿pero existe alguna otra razón por la cual esté tan feliz de
viajar?». Sentí entonces que me estaba portando muy mal, y que debía ponerme
seria por un momento, así que agregué: «Bueno, también quiero ir a Argentina
para expresar mi admiración por el regreso del país a la democracia». Por
supuesto, siento la primera razón con mucha más fuerza, ya que Borges no
solamente es un escritor conocido por todos, sino también muy admirado por
otros escritores.
Nos ha enseñado muchos nuevos trucos, cosa que apreciamos
mucho, ya que esos nuevos juegos que aprendimos luego los podemos aprovechar.
Quizás no sea tan fácil para Borges estar en esta posición.
En una entrevista, una vez dijo algo que quisiera citar: «Me
he cansado mucho de laberintos, tigres, espejos, especialmente cuando son otros
los que los usan». Y luego agregó (y esta es la parte que me encantó, porque
Borges sabe sacar ventaja de la desventaja): «Esa es la ventaja de tener
imitadores: tanta gente está haciendo lo que yo hacía, que ya no es necesario
que yo lo haga». Quisiera, pues, cederle la palabra a Borges, para que explique
qué ha significado para usted esa influencia que ha ejercido sobre tantos
escritores, aunque no sé si realmente la imagina, ya que cuando habla siempre
es tan modesto respecto a su propia obra..
Jorge Luis Borges: No, no soy modesto, soy
lúcido simplemente. Me asombra ser conocido, jamás pensé en eso. Y me llegó
después de bien cumplidos los cincuenta años, la gente me notó y dejé de ser el
hombre invisible que había sido hasta entonces. Ahor
a estoy acostumbrado a ser visible, pero siempre me cuesta
un esfuerzo terrible. En realidad, estoy muy asombrado de la generosidad de
todos; a veces pienso que soy una especie de superstición, aunque bastante
difundida ahora. Pero en cualquier momento pueden descubrir que soy un
impostor; en todo caso, soy un impostor involuntario. Está bien, vamos a
mantener esta ficción en la cual yo soy un buen escritor, pero ya que es un
juego, juguémoslo entre todos, siempre que no lo tomemos demasiado en serio.
S.: Una de las cosas que amo en usted como
figura literaria…
B.: Desgraciadamente, soy una figura literaria.
S.: [Riendo.] Bien, lo que quería decir es que
usted está ansioso por darse a la admiración…
B.: No, la admiración no. Lo que yo quería es la
amistad y la indulgencia de todos.
S.: Usted habla a menudo con admiración de otros
escritores, sobre todo de los escritores del pasado…
B.: Y sobre todo del pasado americano, al que yo
tanto le debo. Si pienso en Nueva Inglaterra, en la cantidad de gente
valiosa que New England ha dado al mundo (quizás los astrólogos sepan algo de
esto) y comienzo a enumerarlos, ahí están Emerson, Melville, Thoreau, Henry
James, Emily Dickinson y tantos otros. Si no hubieran existido ellos, no
existiríamos nosotros, que somos de alguna manera una proyección de aquella
constelación de Nueva Inglaterra.
B.: Yo no puedo escribir sin borradores, y en la
última versión agrego un descuido evidente para que todo parezca espontáneo.
S.: Pero en un principio usted estaba interesado
en la literatura inglesa.
B.: Sí, pero la primera novela que leí en mi
vida fue Huckleberry Finn, de Mark Twain. Y luego leí La
conquista de México y del Perú, de Prescott. Y sigo
continuamente agradecido, continuamente recibiendo y tratando de no ser del
todo indigno con mis maestros. Yo pienso que en un escritor influye todo el
pasado, no sólo un país o un idioma, sino también los escritores que no ha
leído, aun los que le llegan por parte del idioma, ya que el idioma, como lo ha
dicho Croce, es un hecho estético, y ese idioma es la obra de miles de
personas. Yo he perdido mi vista en el año 1955, y desde entonces me dedico más
a releer que a leer. La relectura es una actividad que considero muy
importante, ya que uno renueva el texto: el libro y uno, ya no somos lo mismo
en el momento de la relectura. Como dijo Heráclito: «Nadie se baña dos veces en
el mismo río». El río fluye, y Heráclito también fluye, y yo soy ese viejo
Heráclito bañándome no en ese mismo río, sino en otro, agradeciendo la frescura
de esas aguas.
S.: Nadie lee dos veces el mismo libro.
B.: Es cierto.
S.: La actitud que usted expresa y que yo
comparto absolutamente ya no es tan común, dado que mucha gente lo que ansía es
la originalidad.
B.: Yo creo que la originalidad es imposible.
Uno puede variar muy ligeramente el pasado, apenas, cada escritor puede
tener una nueva entonación, un nuevo matiz, pero nada más. Quizá cada
generación esté escribiendo el mismo poema, volviendo a contar el mismo cuento,
pero con una pequeña y preciosa diferencia: de entonación, de voz, y basta con
eso.
S.: ¿Hay alguna otra literatura, aparte de la
inglesa y la americana, que le interese?
B.: Sí, sobre todo la literatura escandinava,
las sagas, las eddas islandesas… bueno, toda literatura es
preciosa. Imaginarse el mundo sin Verlaine, por ejemplo, sin Hugo, sería muy
triste, imposible. Pero ¿por qué abstenernos de algo? ¿Por qué ser un asceta de
las bibliotecas? Las bibliotecas nos ofrecen una continua felicidad, una
felicidad accesible. Quizá, si yo fuera Robinson Crusoe, el libro que llevaría
a mi isla sería la Historia de la filosofía occidental, de Bertrand
Russell, quizá me bastara con eso. Aun- que si me dejaran llevar una
enciclopedia sería mucho mejor, ya que para un hombre ocioso y curioso como yo,
la mejor lectura es la de una enciclopedia. Está la más antigua de todas, la de
Plinio, o también las modernas, como la Británica o la Europea,
pero todas son preciosas.
S.: Si yo estuviera en una isla desierta no me
llevaría precisamente la Historia de la filosofía de Bertrand
Russell, ya que pienso que es una historia filosófica muy superficial.
B.: Sí, pero como yo soy un lector muy
superficial…
S.: [Riendo.] Bueno, si pienso que usted la ve
como una obra de ficción…
B.: Es que la filosofía es una ficción, el mundo
entero es una ficción; yo, sin duda, soy ficción…
S.: Pensé que diría eso…
B.: Sí, no soy muy asombroso… pero ¿cuál es el
libro que usted llevaría a una isla?
S.: Pienso que llevaría el Roger’s
Treasure…
B.: Una excelente elección, sin duda.
S.: ¿Qué tipo de literatura le gustaría hacer
ahora?
B.: La que hago. Estoy escribiendo poemas y
cuentos cortos; no me gustan pero siento una necesidad
S.: Para mí, publicar lo que escribo es una
forma de deshacerme de aquello que me obsesionaba íntimamente de hacerlo, si no
siguen persiguiéndome; pero una vez escritos, puedo pasar a otra cosa. Acabo de
publicar un libro que se llama Los conjurados que reúne unas
treinta o cuarenta piezas cortas, no sé si buenas o demasiado ambiciosas.
S.: A usted siempre le han gustado más las
formas cortas que las largas.
B.: Bueno, como decía Poe, no existe tal cosa
como un poema largo.
S.: Pero existe algo así como una historia
larga, eso que llamamos novela.
B.: Sí. Pero por lo general yo he sido derrotado
por el género. Salvo en el caso de El Quijote, de Conrad o de
Dickens, las novelas más famosas, como las de Thackeray o Flaubert, me han
derrotado. Lo siento…
S.: Una de las cosas más sorprendentes es
nuestro común interés por la literatura japonesa.
B.: Sí. Yo estoy tratando de estudiar japonés,
pero es un lenguaje tan complejo que nuestras lenguas occidentales son al
japonés lo que el guaraní es al castellano. Es un idioma lleno de matices, por
eso uno puede leer diversas traducciones de los haikus y son completamente
distintas entre sí, pero al mismo tiempo todas son fieles, ya que los
originales son sabiamente ambiguos, como los textos de Henry James.
S.: Una de las cosas que me interesan de la
literatura japonesa es su pasión por la miniaturización.
B.: Y el valor del instante, que es lo que salta
a la vista en el haiku, como si quisieran atrapar el instante. También he
notado la ausencia de metáforas, como si los japoneses sintieran que cada cosa
es única, que nada puede compararse con nada. En cambio, el contraste sí
existe, eso abunda. Recuerdo un haiku muy hermoso que dice: «Sobre
la gran campana de bronce se ha posado una mariposa». La perdurable
campana y la suave, efímera, mariposa: basta con ese contraste, ambas cosas no
se comparan.
S.: Lo que usted diría es que la acción de una
metáfora sería prolongar algo más allá de un instante.
B.: Claro, sería lo contrario del objetivo de la
literatura japonesa, que quiere retener el instante.
S.: Quizá lo que más me atrae de la literatura
japonesa es una forma muy particular, que parece muy moderna y sin embargo es
muy antigua: consiste en un libro hecho por notas tomadas en distintas época.
Pienso que todo escritor está buscando siempre una forma ideal, especialmente
escritores como Borges o como yo, que siempre intentamos formas distintas
expresando una continua insatisfacción por la fórmula única. La forma ideal en
mi imaginación sería aquella en la cual podría poner todo: cada día, al
sentarme a escribir lo que necesitase, todas las palabras se amoldarían a esta
forma única. Pensemos que sólo tenemos libros de notas o dietarios en la
literatura occidental realiza- dos en los últimos cien años, en tanto que el
ejemplo japonés más conocido data del siglo XI. ¿Usted alguna vez tuvo interés
en llevar un diario?
B.: No. Soy demasiado haragán para ese género.
Escribir todos los días no puedo, cada día soy más haragán.
B.: Y yo querría destruir todo lo que he
escrito. Me gustaría salvar un libro, El libro de arena,
quizá La cifra también.
S.: Sin embargo, volvió a escribir mucho.
B.: Bueno, todo lo que yo publico, por
imperfecto que parezca, presupone diez o quince borradores anteriores. Yo no
puedo escribir sin borradores, y en la última versión agrego un descuido
evidente para que todo parezca espontáneo.
S.: La mayoría de los escritores están siempre
quejándose de lo difícil que es escribir…
B.: No. Lo terrible sería no escribir. Para mí
sería imposible.
S.: Está muy claro que Borges es una excepción.
Usted siempre comunica en primer lugar ese amor generoso por la literatura, y
también evoca constantemente el placer del principio, tanto cuando habla de la
escritura como de la lectura. Pienso que es un correctivo fantástico para la
tremenda autocompasión de tantos escritores. Creo que ser escritor es una
vocación muy rara, muy extraña. Casi todos los escritores que conozco, y me
incluyo, sabían desde muy temprana edad que querían serlo.
B.: Bueno. Conrad y De Quincey al menos lo
sabían, y yo, sin compararme con ellos, siempre supe que mi destino serían las
letras, como escritor o como lector, pero estaría unido a la literatura.
S.: ¿Imaginó alguna vez los libros que
publicaría?
B.: No, nunca pensé en ello. Pensé en el placer
de leer y en el placer de escribir, pero en publicar no. Jamás.
S.: ¿Cree usted que pudo haber sido un escritor
como Emily Dickinson, que no publicó en vida?
B.: Sí, pero cometí esa imprudencia. En una
ocasión le pregunté a Alfonso Reyes por qué publicamos, y Reyes me
contestó: «Publicamos para no tener que pasarnos la vida
corrigiendo borradores». Creo que tenía razón; cada vez que se publica
un libro mío yo no me entero de qué es lo que ocurre con él, no leo
absolutamente nada acerca de lo que se escribe sobre él. Ni sé si se vende o
no. Trato simplemente de soñar con otras cosas y escribir un libro distinto,
pero generalmente me salen muy parecidos al anterior.
S.: Una vez le preguntaron a Valéry como sabía
cuándo se terminaba el poema, y contestó: «Cuando viene el editor y se lo
lleva».
B.: ¡A mí siempre me asombra tanto cuando se
habla de edición definitiva! ¿Cómo puede ser que un autor no pueda arrepentirse
de un punto incómodo o un adjetivo? Es absurdo.
S.: Yo también siento que me gustaría volver a
escribir casi absolutamente todo lo que he escrito…
B.: Y yo querría destruir todo lo que he
escrito. Me gustaría salvar un libro, El libro de arena,
quizá La cifra también; pero lo demás puede y debe olvidarse.
S.: [Riendo.] Cuando releo lo que he escrito
(trato de hacerlo lo menos posible) me siento muy deprimida, o porque creo que
es malísimo y me duele que exista o porque pienso que es muy bueno y que nunca
más podré escribir algo como eso. Pero no soy tan fuerte como usted, ya que no
puedo imaginar- me escribir sin publicar: para mí la publicación es una forma
de deshacerme de aquello que me obsesionaba. Todo el proceso de la escritura
está en función de una metáfora hidráulica en la cual yo tengo que mantener los
grifos abiertos, y si lo produzco, me tengo que deshacer del libro, y la única
forma de lograrlo es publicando.
B.: Cuando publica, luego cambia de tema ¿no?
S.: No sólo cambio de tema sino que generalmente
también cambio de opinión, lo cual a veces resulta bastante incómodo, porque la
actitud seria, adulta, responsable, exige estar quieto detrás, respaldando lo
que uno ha producido.
B.: Y la actitud comercial, también…
S.: La mayoría de los escritores están siempre
quejándose
de lo difícil que es
escribir…
S.: No, no creo que sea la actitud comercial.
Existen libros míos publicados hace veinte años, por ejemplo, y si ahora me
encuentro con un joven que me está le- yendo por primera vez a través de ese
libro, me sentiría muy poco amable, muy grosera si le dijera que eso que está
leyendo y que escribí yo, ya no me interesa. Y no es culpa de nadie que la vida
pase, que haya un nacimiento o que un ser querido haya muerto. Esto no
significa que no me sienta contenta si están leyendo mis libros, sino que ya no
me atañen más. Mi tarea es estar más allá de los libros publicados,
descartarlos. Es una especie de convicción esquizofrénica, porque hay una parte
mía que dice sí, que quiere que mis libros continúen siendo leídos, pero hay
otra parte: la parte creativa, la parte de donde proviene la escritura. La
primera parte, si podemos llamarle así, es el lector, y yo también soy lectora,
pero mi parte de escritora, que está más anticipada, más limitada, más
pervertida, no está interesada en mis libros. Entonces, me intereso solamente
por lo que estoy escribiendo ahora o por lo que voy a escribir cuando termine
esto que estoy haciendo ahora. Si he hecho algo, siempre quiero contradecirlo,
y me siento libre de contradecirlo ya que yo lo he hecho: cierta postura que
pude haber adoptado en un momento, con total honestidad y habiéndola meditado
seriamente a su hora, bueno, de pronto la veo distinta. Esto hace que yo no sea
muy buena ha- blando de mis propias obras y por ello me gusta más hablar acerca
de la obra de otros escritores. La gente dice de mí que soy demasiado modesta
porque no me gusta hablar de mis libros y sí de los otros, pero siempre debo
aclarar que no se trata de una cuestión de modestia, sino que, con toda
honestidad, no sé hablar de mis libros. Es como si no pudiese estar fuera y
dentro a la vez. ¿Tiene usted alguna experiencia de ese tipo?
B.: No sé, yo nunca releo lo que he escrito, lo
olvido fácilmente…
S.: Es hermoso olvidarse ¿no?
B.: Una purificación.
S.: Pero parece ser que es a la propia obra a la
que uno no puede acceder como a la obra de otro. La gente siempre me pregunta:
«¿Cómo distingo yo entre literatura y otros libros?», ya que, por supuesto, la
mayoría de lo que aparece en forma de libro no es literatura, sino «productos»
en forma de libros. Pienso que la definición más simple de qué es la literatura
viene dada por la necesidad de relectura que el libro en cuestión puede
suscitar. Luego se transforma en una especie de familia del discurso, en el
cual uno pasa a formar parte del mismo.
B.: En el caso de la poesía tiene que ser
ligeramente misteriosa, me parece, tiene que haber algo en las cadencias, no
puede ser explicable…
S.: ¿Qué piensa Borges de las diferencias entre
prosa y poesía? Yo siempre sospecho de todas las dicotomías, no creo que puedan
ser divididas en dos cosas. Es lo que ocurre con términos como «izquierda» y
«derecha»: tan pronto se observan un poco a fondo, cualquier diferencia se
derrumba.
B.: Yo creo que la diferencia esencial está en
el lector, no en el texto. El lector, ante una página en prosa espera noticias,
información, razonamientos; en cambio, el que lee una página en verso sabe que
tiene que emocionarse. En el texto no hay ninguna diferencia, pero en el lector
sí, porque la actitud del lector es distinta.
S.: Yo podría adoptar la posición opuesta: si
Dante es poesía, ciertamente hay mucha información, mucho argumento en su obra;
si Kafka es prosa, no hay información ni noticias. Yo creo que la diferencia no
está en la cantidad de información que pueda tener un texto, o si tiene un
argumento o no.
B.: No,
no, yo no he dicho eso. He dicho que lo que el lector busca es una cosa, pero
no que los libros sean genéricamente distintos. Por ejemplo, creo que un
clásico no es un libro escrito de cierto modo sino leído de un cierto modo.
S.: Entonces, ¿usted cree realmente que existen
diferentes tipos de lectores?
B.: La originalidad es imposible, cada escritor puede tener
una nueva entonación, aportar un nuevo matiz, pero nada más.
B.: Tantos tipos de lectores como lectores hay
en el mundo. Del mismo modo que pienso que cada página de poesía o prosa es
única.
S.: Nosotros hemos dedicado tanto tiempo a la
lectura que me asombro cuando otro escritor me pregunta: «¿Cómo encuentra usted
tiempo para leer?». Existe la tendencia a convertirse en una máquina de
producción, de tal modo que este puede llegar a ser el motivo central de su
vida y entonces, la lectura se convierte en una distracción, o sea, «distrae» de
esa productividad que debe poseer al escribir. A veces también pienso que lo
que más me gustaría sería no escribir, ya que es con la lectura como disfruto
total y absolutamente, pero en ocasiones me digo: «Bueno, no puedo estar
leyendo todo el tiempo, es mejor que escriba un poco». Cuando hablo de la
lectura, no me refiero a que me perjudique para escribir, sino que para mí
constituye un placer. No sé, parecería que leer es mucho más sencillo que ver
la televisión…
B.: ¡Es que es mucho más difícil ver la televisión!
A mí, por suerte, la ceguera me defiende.
S.: [Riendo.] Estoy totalmente de acuerdo con
usted, Borges. Debemos aumentar la comunidad de lectores.
B.: Sí. Porque es una especie en vías de
extinción. Esritores, sí, quedan muchos, pero lectores casi ninguno. Fundaremos
la Secta de los Lectores, una sociedad secreta de lectores
Este diálogo fue publicado en el número 353 de la
revista Quimera, en abril de 2013 y en el 400, en marzo de 2017.
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