viernes, 17 de agosto de 2018


Cronista y fabulador
Entrevista con Juan Villoro
 Por Jorge Luis Herrera

 El escritor Juan Villoro nació en la Ciudad de México en 1956. Estudió la licenciatura en Sociología en la UAM-I. Fue agregado cultural en la Embajada de México en Berlín. Ha dado clases de literatura en la UNAM, Yale y la Universidad de Pompeu Fabra de Barcelona. Es autor de una amplia bibliografía que incluye libros infantiles, de crónica, ensayo, cuento y novela; destacan La noche navegable (1980), Palmeras de la brisa rápida. Un viaje a Yucatán (1989), El disparo de argón (1991), La alcoba dormida (1992), Los once de la tribu (1995), Materia dispuesta (1997), La casa pierde (1999), Efectos personales (2000), El testigo (2004) y Safari accidental (2005). Ha recibido múltiples reconocimientos como el Premio Xavier Villaurrutia (1999), el Premio Mazatlán (2000) y el Premio Herralde (2004).

La literatura de Juan Villoro se caracteriza, entre otras cosas, por las originales e interesantes interpretaciones tanto de la realidad como de la ficción, por la prosa clara y fluida y por la importancia que recibe la figura del narrador, quien por un lado describe la acción y, por el otro, la comenta con agudeza y con un fino sentido del humor.

En esta entrevista Juan Villoro habló sobre algunos conceptos particulares —como la crónica, el cronista, la ficción, el fabulador, la verdad, la verosimilitud y la realidad—, vinculándolos con varios de sus libros, principalmente con la novela El testigo.

JORGE LUIS HERRERA. Considero que como escritor tienes dos voces principales, la del cronista y la del fabulador…
JUAN VILLORO. Comencé escribiendo cuentos y no pensé que me dedicaría posteriormente a la crónica. Por lo general, la evolución de quienes practican ambos géneros es la inversa: empiezan haciendo periodismo y luego se dedican a la literatura. El primer testimonio que escribí que no contenía ficción —al menos de forma deliberada— es la estampa de Augusto Monterroso. Es sintomático que mi primer texto de no-ficción tuviera que ver con mi maestro en la ficción. En su momento pensé que sería algo casual, pero con el tiempo me atrajo cada vez más la idea de ensayar ciertos recursos de la ficción en la realidad. Hay también una razón psicológica para ello. Como escritor de ficción uno está rodeado de libros y personajes, lo que en ocasiones puede conducir a una sensación de aislamiento y claustrofobia. Sin embargo, esto no es aplicable a todos, por ejemplo Jorge Luis Borges se sentía muy bien en su biblioteca; ahí estaba el universo entero para él. En cambio, otros autores, como Ernest Hemingway, requerían vivir en condiciones extremas para poder escribir. En mi caso, hay un punto intermedio entre estas dos actitudes.

Fundamentalmente escribo ficción pero, de vez en cuando, necesito "salir al mundo" para encontrar una historia en la marea confusa de la realidad. Todo esto me ha servido para regresar después a la ficción con otros reflejos, con otros argumentos y también con el conocimiento de ciertas cosas que sólo te puede dar la realidad. Desearía escribir más crónica, pero nunca he estado asignado a un periódico o a una revista en donde me permitan hacerlo; casi siempre ha sido un trabajo a contrapelo y he tenido que convencer a diversos editores de que las crónicas que tienen un contenido literario pueden entrar en un semanario político o en un periódico de información nacional. La percepción general sobre la crónica ha ido cambiando con los años, porque cuando empecé a escribirlas eran consideradas como algo bastante exótico. Ahora veo mi actividad en la crónica y en la ficción como mi mano izquierda y mi mano derecha; son complementarias.

JLH. Yo te veo como al doctor Jekyll y mister Hyde. Imagino que esas dos voces tuyas constantemente afloran y se entretejen…
JV. Exacto, sí. En ocasiones, en la ficción se vuelve más o menos presente la voz del cronista. Por ejemplo, en El disparo de argón hice un trabajo previo de reportaje. Como no soy médico, ni conozco la vida de los hospitales, tuve que realizar entrevistas, asistir a operaciones, estudiar los planos de un hospital, leer sobre la tradición médica y, en especial, sobre los oculistas, pues la novela se ubica en una clínica de ojos. En aquella época yo ni siquiera utilizaba lentes, de modo que estaba muy lejos de ese fenómeno, por lo que la investigación que realicé me permitió familiarizarme con el ambiente para poder escribir una ficción. Algunos elementos de la realidad se colaron, pero tan transfigurados que no forman parte de lo que podríamos llamar una crónica de los hospitales en México, aunque claramente hay un tono de cronista. En cambio, en El testigo muchos pasajes tienen un tono de reportaje de la realidad o de investigación histórica de la realidad donde el cronista y el autor de ficción se hermanan. Así conviven los dos géneros, pero en favor de la ficción porque se trata de una novela.

JLH. Y, en ese sentido, ¿cuáles son los límites del cronista y cuáles los del fabulador?
JV. El contrato que el cronista tiene con su lector es la verdad, lo que es un gran problema porque la verdad es una noción subjetiva. El cronista trata de crear las condiciones necesarias para que, en la medida de sus posibilidades, su narración se acerque al mundo de los hechos. Esto es muy distinto al procedimiento del que se vale un autor de ficción. Hay autores que necesitan familiarizarse con su entorno, haber investigado mucho o haber vivido una realidad. Ellos tienen una concepción bastante racional del espacio y, casi podríamos decir, una noción civilizatoria de la escritura; actúan como los monarcas de un reino que dominan en todos sus detalles. A mí me interesa más escribir ficción porque ignoro algo y lo descubro a través de la escritura, es decir, me interesa que mi literatura tenga zonas de sombra y de misterio, que se pueda leer en distintos niveles y que puedan darse varias soluciones. Por ejemplo, el final de El testigo podría interpretarse como la puesta en escena de un milagro y, al mismo tiempo, como un personaje que ha sufrido un accidente que lo ha hecho alucinar y está siendo traicionado por sus recuerdos y su imaginación. Cuando escribo ficción exploro la realidad a través de la ficción misma, justamente porque no conozco la realidad en todas sus dimensiones. 

Cuando hablaba de El disparo de argón y de cierto proceso de investigación para contar la historia con verosimilitud, me refería a tener detalles manipulables en la narración; no quise contar la vida de los hospitales tal como es, sino imaginarla. Esto es un principio opuesto al de la crónica. Ahí, a pesar de la presencia de mi subjetividad, no puedo falsear los hechos. Sólo puedo escribir crónica una vez que las cosas pasaron. El cronista es el que llega después y prende la luz. En ese género procuro incorporar algunas voces de los testigos, posibles interpretaciones divergentes, mi propia visión, que por sí misma codifica, cambia y puede ironizar los hechos, pero en esencia es un todo que no puedo modificar más que por la forma en que lo cuento. En cambio, la ficción es un camino de descubrimiento, como entrar a un larguísimo túnel y tratar de ver las transformaciones que están sufriendo el terreno y mi persona a medida que lo recorro. 
Por eso son situaciones tan distintas. Cuando escribo una novela larga, durante los primeros dos años, si soy sincero, debo confesar que no sé exactamente qué estoy haciendo; me mantengo en un entorno que empieza a resultarme familiar pero no dejo de explorar diversas posibilidades. Esta situación es imposible en la crónica.

JLH. ¿La ficción busca la verosimilitud y la crónica la verdad?
JV. Sí. La verosimilitud siempre es un problema literario. Cuando uno narra un hecho real a veces enfrenta el dilema de tener que desdramatizar los hechos para que sean más creíbles. Por ejemplo, cuando alguien describe una realidad como la mexicana tiene que establecer un contexto sólido para que sea verosímil. Si pensamos en los acontecimientos políticos de México —que suelen ser tan barrocos y tan surrealistas—, es necesario crear una cadena de sensatez para que puedan ser comprensibles. El criterio de verosimilitud en la ficción es a veces más fácil de manejar que en la crónica, pues uno puede establecer las coordenadas de su propio universo. No debes hacer creíble algo que sucedió con arbitrariedad, sino impedir que ocurra con arbitrariedad.

JLH. Esa es una idea central en tu obra. Por ejemplo, en El testigo dices: "Ser fieles a la realidad significaba comunicar un horror" o "Ningún cuento suyo sonó tan falso como esa confesión genuina".
JV. Existe un punto de contacto fundamental entre la verdad y la verosimilitud: la figura del testigo, tema central de mi última novela, que está atravesada por la necesidad de cuestionar en qué medida somos fieles a lo que vemos. Hay circunstancias que permiten detectar quién es un testigo válido en un sentido jurídico, pero en términos morales o psicológicos es difícil saber quién es un testigo fidedigno, porque lo que vemos entra en contacto con lo que sentimos y anhelamos, con nuestros prejuicios, con todo lo que llevamos dentro, es decir, con lo que altera nuestra percepción de la realidad. Por eso, como cronista trato de establecer un pacto con el lector en donde siempre quede clara la posición del testigo. Esto es primordial para que el lector entienda desde dónde se le está hablando, con qué grado de conocimiento de la realidad. No es lo mismo que un experto en el toreo escriba de una corrida a que lo haga un crítico de ópera que por primera vez va al ruedo. Ambas visiones pueden ser muy interesantes, pero el lector debe saber si se le habla desde la autoridad del conocimiento o desde la perplejidad del testigo de ocasión. En la ficción eso también es trascendental: cuando uno escoge un punto de vista narrativo elige un testigo, elige quién cuenta la historia —ya sea en primera o tercera persona—. Por eso la historia de la literatura es la historia de los cambios del punto de vista narrativo. La forma en que se miraba en el Renacimiento es distinta a la de la Ilustración o a la actual. El convencimiento de lo real, la distancia que guardamos y la manera de asimilarlo tiene que ver con un cambio de percepción de las cosas que las hace más o menos creíbles. Eso es fascinante en la novela.

JLH. A lo largo de toda tu obra has evidenciado tu preocupación por la tensión existente entre los hechos fácticos y los ficticios, y por la posibilidad de interpretar la realidad desde ambas perspectivas. Ejemplos sobran, en Palmeras de la brisa rápida. Un viaje a Yucatán, mencionas a tu abuelo materno, Juan Ruiz, que tiene el mismo nombre que el Vikingo, personaje de El testigo. También a tu tía Florinda, quien a su vez es personaje de El testigo y con quien comparte varias características esenciales como su fealdad, su soltería designada y su fobia a los espejos. Además, haces referencia a Yambalalón, tema central de un cuento de La noche navegable.
JV. Sí, desde luego. Toda la literatura surge de situaciones reales. Sería impensable una novela sin el menor asidero con la experiencia del autor. Hace algunos años me tocó traducir un texto autobiográfico de Stanislav Lem, y fue interesante descubrir que cuando él estaba escribiendo la novela Solaris encontraba vínculos psicológicos profundos con la sensación de aislamiento que padeció durante la Segunda Guerra Mundial en el gueto de Varsovia. Es una circunstancia difícil de extrapolar pues son escenarios muy distintos, pero para Lem era algo psicológicamente equivalente. Si esto es válido para una novela de ciencia-ficción, más para mí. El testigo describe a una parte de mi familia paterna dedicada a fabricar mezcal, que se vio perjudicada por el reparto agrario y se alimentaba continuamente de un tiempo perdido que quizá nunca existió, pero que había perfeccionado hasta el detalle con su nostalgia; esto lo transfiguro en El testigo. Fue importante incluir también herencias de parte de mi familia materna y de las cuales ya había hablado de forma lateral en Palmeras de la brisa rápida. Un viaje a Yucatán. Hice como un maridaje entre dos familias que nunca se conocieron.

Disfruto, de vez en cuando —aunque espero no ser abusivo y, sobre todo, no muy repetitivo—, hacerle guiños al lector atento para que sepa que algo que fue real ahora trabaja en nombre de la ficción. Además, hay que tomar en cuenta que la ficción es una forma de lo real. Me gusta mucho la definición de Juan José Saer que cito en el prólogo de Safari accidental: afirma que la ficción no es lo contrario a la verdad sino que es sólo una verdad inverificable. En ese sentido, el relato que nos cuenta la ficción es parecido al relato religioso: un milagro es inverificable y es cuestión de fe creer en él o no. En el caso de la ficción, que también es inverificable, la creencia no es cuestión de fe sino de verosimilitud. Quienes creen en los milagros estructuran su trato con la realidad a partir de esto, de la misma manera en que quienes leen ficciones llevan dentro de sí un imaginario que forma parte de la realidad. Algunas fábulas, como las leyendas del rey Arturo —que no se han podido constatar en la vida real—, conforman el imaginario de occidente. Muchas veces, cuando recordamos una época específica, son más determinantes las situaciones conocidas a través de una novela que a través de un libro de historia. Esto va configurando verdades falsas que acaban siendo realidades.

JLH. ¿La ficción es una forma simbólica de la realidad?
JV. Sí. Toda ficción tiene que ver con la realidad y con la imaginación, que es otra forma de la realidad. El testigo aborda elementos reales de México, por lo que está emparentada con la crónica, pero la determinación final no es real. Sería muy irresponsable que dijera "así es la realidad de México"; más bien es una lectura simbólica de la realidad de México. Por ejemplo, hablo del Niño de los Gallos, para lo cual me sirvo de una anécdota verídica —un niño que se convierte en mártir por querer salvar a un gallo de una iglesia— y le doy una vida totalmente imaginaria porque invento una continuación de ese mito. Lo que acaba dominando en El testigo, aunque hay múltiples guiños a la realidad, es la ficción. Desde que regresé a México —cuando ya había concluido la novela— han pasado muchas cosas que de alguna manera podrían estar en la novela; por ejemplo hablo sobre el narcotráfico y, en épocas recientes, hemos estado viendo una cantidad de vicisitudes que superan a lo ocurrido en El testigo y que de alguna manera están relacionadas. Incluso me han hablado de cosas que han sucedido en la región donde se ubica mi historia, entre Zacatecas y San Luis Potosí, donde ha habido un resurgimiento de una cultura católica, en ocasiones vinculada con los cristeros. De modo que estos temas están en discusión hoy en día; en ocasiones la ficción los intuye. Se puede decir que la ficción es un diagnóstico de cosas que no han ocurrido, pero podrían hacerlo.

JLH. ¿El testigo es la novela de un cronista?
JV. Es una definición muy posible. Cuando escribí mi primera novela, El disparo de argón, tenía miedo de que no me tomaran en serio como novelista porque sólo había escrito cuentos, crónicas y un par de ensayos. Temía que fuera vista como la novela de un cuentista. Luego, cuando escribí mi siguiente novela, Materia dispuesta, ya no tuve el mismo miedo pues ya había escrito una novela con una estructura continua. Por eso está conformada por siete relatos o novelas breves; lo que les da unidad es la vida enmarcada entre dos terremotos, el de 1957 y el de 1985. Pero tanto en Materia dispuesta como en El disparo de argón me ocupé de que la realidad que trabajaba estuviera alterada para ocultar la voz del cronista. 

En El disparo de argón todo se narra desde un barrio que se llama San Lorenzo; al inventar las calles y las costumbres del barrio podía hacer un retrato simbólico de la ciudad, es decir, inventar una isla que tuviera características de la ciudad pero donde pudiera alterarlas a mi manera, como si yo fuera el alcalde de ese pequeño espacio. Después de crear estos territorios, el siguiente reto fue tratar de unir la voz del cronista y la del novelista. En El testigo muchos hechos están cambiados, pero no hay un afán tan marcado de crear una extraterritorialidad. La última línea pretende, por el contrario, sugerir que han trascurrido 500 páginas para definir una palabra: "tierra". LC


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