Entrevistas
El delirio caribeño - Entrevista a Roberto Burgos Cantor
MARCOS FABIÁN HERRERA MUÑOZ
Cuando se le ve con gabardina negra y con anteojos a la usanza de un novelista decimonónico, fácilmente se llega a creer que nos encontramos frente a un santafereño ancestral, que porfía en su acicalada vestimenta de filipichín capitalino. Son sus libros los que revelan con mayor acierto su condición de caribeño. Roberto Burgos Cantor nació en Cartagena de indias el 4 de mayo de 1948. Su rito iniciático en la literatura se lo debe a Manuel Zapata Olivella, quien le publicara su primer cuento en la memorable revista Letras Nacionales. Su obra es un decantado empeño en alegorizar, con un singular y personalísimo matiz, la vastedad de una región colombiana, poseedora de dimensiones distintas a las ya instauradas como manidos clichés.
Al leer sus libros, se afinca la certeza de que el Caribe
es una fuente inacabable de literatura. ¿Encuentra secretos vínculos entre la
desaprensión y el alborozo caribeño y el permanente deseo de poetizar dichas
vivencias?
En el Caribe coexisten dos estirpes. A ellas es posible
seguirlas, entre otras novelas, en Cien años de soledad. Una
es representada por los personajes que llevan el nombre de Aurelianos. Otra se
identifica bajo el nombre de los Arcadios. Los primeros son los solitarios, los
que hacen guerras, se ensimisman fabricando pescaditos de oro, descifran
manuscritos. Ahí están Rafael Nuñez, Luis Carlos López, Nieto Arteta. Los
otros, ruidosos, acompañados todas las veces, contando a gritos proyectos
grandiosos que nunca se inician, un desafuero insaciable que jamás se colma.
Ahí están los canales alternativos al de Panamá por el Atrato, la ciudad de
espejos y chimeneas en una orilla agreste del Pacífico, en Cartagena de Indias,
Benito, el chacero, candidato presidencial por tres veces, ofrecía un
ventilador de montaña con aspas de trasatlántico para instalarlo en la colina
de la popa y refrescar los calores indoblegables de julio. Sin embargo, tengo
la impresión de que las miradas sobre el Caribe que se quedan en alguno de los
fragmentos de su complejidad vienen de una percepción corriente en el siglo
XIX. Ellas cuentan con un supuesto aval científico.
Este consiste en definir a
las tierras bajas, de climas cálidos, como territorios de imposibilidad para
cualquier cultura, vedados al pensamiento y condenados por la eternidad al
zangoloteo. Esta curiosa clasificación eurocéntrica la reprodujeron Caldas y
Samper. Es argumento de discriminación, desprecio y más exclusiones. Conjeturo
entonces que la vida y sus producciones, lo que Rubén Blades llama la maestra
vida, es fuente de literatura. Si acaso el Caribe añade un reto más: la
dificultad de nombrar y de revelar, puesto que en los mundos al margen de los
prestigios literarios, expulsados de la atención privilegiada de los doctores,
tener que rescatarlos de la neblina de lo invisible, demanda imaginación y
quizás amor.
Marcos Fabián Herrera Muñoz, Colombia, 1984. Poeta y
periodista cultural . Integra el comité editorial de la revista Puesto
de Combate y del periódico virtual Con - Fabulación. Sus
diálogos con escritores y artistas para la prensa cultural hispanoamericana, le
han reportado unánimes elogios y lo han ubicado como uno de los cultores más
versátiles, documentados y agudos de la conversación literaria. Autor del
libro El Coloquio Insolente - Conversaciones con Escritores y artistas
Colombianos (dos ediciones) y del poemario Huerto de Olvidos.
Incluido en antologias de cuento, poesía y periodismo literario.
¿En La ceiba de la memoria, la multiplicidad
narrativa, los paralelismos y alternancias temporales, son recursos que
configuran un nuevo prisma de lectura de la esclavitud y sus correlaciones
históricas?
Parece que la aventura de las novelas y los cuentos es el
cómo. Es probable que ese cómo, aquello denominado por los estudiosos la forma,
no sea nada al examinarla desprendida de la totalidad orgánica que es cada
novela. Dicha forma no es superflua ni una manifestación exterior. De alguna
manera corresponde a un estado de necesidad del texto, necesidad sin la cual no
es lo que es y resulta impensable. Ahora, es posible el hábito, el gozo, la
compulsión de oír o leer cuentos, historias, narraciones, demande a sus
escritores, por tiranía del texto, estrategias sutiles, imaginativas, sellos
del tiempo, como al principio cuando al contador lograba ser distinto de otro,
introducía variaciones, o la que de noche en noche afinaba su voz y fortalecía
el insomnio del sultán. Ahora, quizá, la sombra impudorosa de la conciencia del
escritor se condensa más y no se diluye en la claridad o la espesura del
relato. No tengo dudas: una novela, un libro de cuentos de relojería riesgosa
encontrarán excelentes lectores. Y así a mejores lectores mejor literatura.
El componente reflexivo que acompaña cada pasaje de La
ceiba de la memoria la hace distante del relato arquetípico. ¿Es el
artilugio novelístico la principal herramienta para la revaloración de la
historia?
La historia -sea el ángel de Benjamin, o el idiota de
Shakeaspeare (Sound and Fury), o la pesadilla de Joyce, o la descripción
de Braudel-tiene una manera propia de poner a flote su masa de pasado. Las
novelas y los cuentos pueden surgir de los intersticios vacíos, silenciosos,
donde la huella del pasado, si acaso estuvo, se desvaneció. Por allí se cuela
la imaginación y propone una inteligibilidad, un orden o un caos, una lectura.
Ello será si el texto existe como literatura y eso es lo que funda. Las
concepciones que pretenden trasladar los retos de una ciencia a las artes, como
una manera de sosegar y obviar las dificultades propias, incluso de puerilizar
los problemas, son un fracaso y una estafa.
¿Busca Ese silencio descubrir las raíces
de la concepción amatoria en la mujer del litoral y la presencia del mismo en
el gozo carnavalesco?
Cuando el escritor se refiere a lo que escribió se ve
interferido por una especie de pudor que le impide agregar voces al texto
publicado. Una manera de esquivar el impedimento que he encontrado es advertir
y aceptar que el escritor como lector de sí mismo no imprime legitimidad
adicional a su lectura. Está como cualquier lector, quizá con la desventaja de
esa lectura que hace mientras escribe, a lo mejor en estado de atolondramiento
por las condiciones de la producción literaria. Entiendo el carácter
transgresor del carnaval, su ruptura instantánea de ataduras. No sabría si
María de los Ángeles tiene que ver con "el gozo carnavalesco" por lo
general, lleno de signos exteriores, de énfasis, que requieren deshacer la
normalidad por seguro que sea el territorio que la cobija. Si algo puedo ver
en Ese silencioes una aventura que indaga formas de relacionarse y
se inmiscuye en rostros diversos de lo amoroso. Soy de los que considera que el
amor es cómplice necesario de la libertad. Comparten quizás el amor y la
libertad una sustancia común, de forma que sus expresiones están protegidas por
el secreto. Tienen raíces profundas que no han sido desenterradas.
Los cuentos y relatos reunidos en los libros De
gozos y desvelos y Una Siempre es la misma confrontan
la fragilidad de lo humano, pero al tiempo el valor de sobreponerse con
arrojo...
En
algún momento de la escritura de El patio de los vientos perdidos se
coló con nitidez la visión de unos cuentos. Era tan precisa la idea que no se
me ocurrió ponerla en notas y tuvo el efecto de quitarme un peso adicional a
las incertidumbres de esa navegación sin brújula que es escribir novelas. El
peso tiene que ver con las ambiciones del arte. El escritor siente que se
acerca el momento inevitable de obsesionarse con las tachaduras y reescrituras
en las márgenes y entrelíneas. En ese momento, tener entre manos una
continuidad lo alivia del vacío que se aproxima. En las artes no hay grados, el
escritor no se diploma de nada. Cuando dejó de escribir, dejó de ser escritor.
Así termina por estar cerca del abismo cada vez que cree que considera haber
concluido un texto. Pero ocurrió ese noviembre de fiestas en Cartagena de Indias,
yo estaba en Bogotá D.C. y sentí como que no había más líneas, más palabras,
para la novela que por primera vez escribía y por primera vez creía poner el
punto final. Me entretuve en corregir, en las versiones limpias, eran tiempos
de la máquina de palo. Y cuando quise encontrar los cuentos que había visto,
escribirlos, estaba vacío de ellos. Y de repente, una frase. Como los
cantantes. Como las invenciones del jazz. Y me dediqué a perseguirla. Era
distinto a lo que me había visitado antes, y así fue De gozos y
desvelos. Con los años, en 2009, se publicó Una siempre es la misma.
La lectura que propone tu pregunta es válida y perspicaz. Yo no lo concebí con
deliberación. Creo que en cada vida íntima se da una batalla, por inconformidad
o por hastío; por rechazo o por aburrimiento; y muchas veces nadie lo sabe.
El boxeador, el aristócrata, los músicos y las putas
de El patio de los vientos perdidos, configuran un cuadro tan
disímil y a la vez compacto difícil de ubicar por fuera del Caribe colombiano.
¿Es esta novela un tributo al delirio y fantasmagoría costeña?
Debe haber algo en los territorios de transgresión de las
novelas que le permite a los personajes probar suerte con la ilusión imposible
de la felicidad. Indagar por sus formas sin antecedente. Sin embargo, ese
espacio propone una igualdad: quienes ingresan buscan los mismo y mediante
igual procedimiento. La regla tácita es no violar las reglas. Aceptar la bella
mentira de que te quieren. Dudo en llamar "delirio" a algo que
percibo en el Caribe. Sus gentes no piden nada, pero lo quieren todo. Esta
tensión les permite una irreverencia natural y una capacidad de burlarse de sí
mismas que las hace inmunes a las migajas y sus protocolos rimbombantes, a las
celebraciones de medianía. Sí hay un delirio en el Caribe: la luz. Sí hay una,
como tú la llamas, "fantasmagoría": tanto sepultado en el mar. Sin
duda, la mitad más un cuarto de nuestra historia, todavía deshilvanada.
Roberto Burgos Cantor, Colombia 1948. Autor de la
novela La ceiba de la memoria, recientemente Premio Casa de las
Américas de La Habana (Cuba), y finalista del Premio Rómulo Gallegos de este
año. Además ha publicado Quiero es cantar, El patio de los vientos
perdidos, Lo Amador, Señas particulares, Ella siempre es lo que será, Ese
silencio.
¿Podría precisar las coordenadas en las que se encuentra
la música y la escritura en sus libros?
No tenía conciencia de los pasadizos entre la música y mi
escritura. Una vez un editor revisaba un texto que me había encargado. Yo
llegué en ese momento a mirar las propuestas de ilustración que fueron
confiadas a David Manzur y de entrada el editor me dijo: empecé a leer tu
historia y al rato estaba dando golpecitos al suelo con las puntas de los pies.
Llevaba el compás. Si paraba se detenía la lectura. Es de suponer que en el
Caribe la música, por razones diversas, está metida en el cuerpo, incorporada
en la vida. La música preside la vida y acompaña la muerte; aviva el dolor y
dulcifica el sufrimiento; sirve de salvavidas a las flaquezas del recuerdo; e incluso
propone sensibilidades sustitutivas a los vacíos de la aventura; y por supuesto
interviene en las formas del movimiento, reinventa el silencio de la danza.
Tengo la impresión que quien hizo evidente esa complicidad fue Guillermo
Cabrera Infante. De cualquier manera la una y la otra mantienen su autonomía y
sus expresiones propias. A lo mejor, ambas apuestan por encontrar el silencio.
Lo Amador se arriesgó a fabular la costa
confrontando una ciclópea sombra patriarcal. ¿Cómo asume la escritura de
un universo geográfico y cultural sembrado de prevenciones en los lectores
por su manida concepción garcíamarquiana?
Parecería evidente que Gabriel García Márquez, sus cuentos y
novelas, resolvieron para siempre muchos de los problemas que implicaban el
paso de una escritura con las severas interferencias del mantenimiento y
celebración de formas caducas impuestas como reglas del buen gusto, de los
empecinamientos testimoniales de una realidad tan reciente como violenta, de
concesiones a cierta noción ingenua de la diferencia, uno de cuyos fundamentos
era lo exótico, lo pintoresco, un lenguaje, o, mejor, unas palabras
desconocidas y sin significado en la lectura, a la aventura pendiente del
encuentro con la modernidad. Por motivos que deben meditarse, hay obras de la
literatura que se convierten en símbolo, en biblia de un país. Para bien y para
mal. Así El Quijote es el símbolo de la libertad en España. Y,
naturalmente, el de la locura. En Colombia, el inocente alborozo que condujo a
millones de seres a bautizar a sus hijos con los nombres de Efraín y María y
nunca con el bello de Ney, el nombre de la esclava, hallaron por fin en Cien
años de soledad algo más que un directorio santo para nombrar
cristianos. Dieron con un ícono que poco a poco sirvió para dar cuenta del ser
latinoamericano. Sin embargo, el abrumador proceso de las interpretaciones,
aunó a críticos y glosadores, comentaristas y reseñadores, estudiosos y
lectores, en la coincidencia de mutar la fina intuición de Alejo Carpentier de
lo real maravilloso en el repetido realismo mágico.
Con los años, esa
expresión, con su soberbia intocable de talismán y palabra revelada, se fundió
con Macondo o macondismo. Fue despojada de su virtud y se transformó en el
pernicioso hábito de nombrar y hacer responsable, explicar y justificar las
desgracias, crímenes y tremendas anomalías sociales y políticas, por la
supuesta pertenencia a la zona sagrada del realismo mágico. El efecto de esta
aceptada y casi ilimitada explicación es devastador: el hecho condenable, el delito,
la canallada se cubren de un manto benigno que envuelve la gravedad, la obliga
a ingresar a un orden mágico que escapa al orden terrenal. Allí, todo puede
ocurrir en la infinita perversidad humana y todo escapa a la sanción ética, a
la sanción legal. Entonces el reto para los escritores es apasionante. Ni más
ni menos que desajustar, desacomodar una conciencia colonizada y con
deformaciones, una conciencia pervertida por la autoridad, el Gran
Hermano, o como quieran llamar a los que se autoerigen en dueños del mundo.
Tengo la impresión que como nunca antes, hoy, existe una literatura con
registros distintos, vasos comunicantes, que dejó atrás la tradición de un solo
libro, una sola novela, un solo poema. Agradezco la perspicacia de tu pregunta,
pones el acento en algunos lectores y dejas que cada escritor asuma sus
riesgos, su reto.
El delirio caribeño - Entrevista a Roberto Burgos Cantor enviada
a Aurora Boreal® por Marcos Fabián Herrera Muñoz. Foto de Marcos
Fabián Herrera Muñoz©Fernando Charry. Foto de Roberto Burgos Cantor en su
apartamento de Bogotá © Gabriel Aponte.
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