Marguerite Yourcenar: “Todo escritor es útil o es nocivo”
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Cualquier pretendida vanidad queda desbaratada por
Marguerite Yourcenar en este texto en el que reflexiona sobre el oficio del
escritor, acto que consideraba una artesanía y cuyo método depende de las
circunstancias.
Por Marguerite Yourcenar*
Cada libro nace con su forma absolutamente
particular, es un poco como un árbol. Una experiencia transplantada a un
libro, arrastra con ella el musgo, las flores salvajes que la rodean, en esa
especie de terrón al que están adheridas las raíces. Cada pensamiento
que hace nacer un libro, arrastra consigo toda una serie de circunstancias,
todo un cúmulo de emociones y de ideas que nunca será igual en otro libro, y
cada vez el método es diferente
.
No me parece divertido abrir mi puerta cada vez que un joven
escritor golpea la aldaba: hay tanta gente que no tiene nada qué decir.
Además, es tan poco lo que pasa entre dos seres en una conversación de media
hora. ¿Por qué no irse a releer al escritor favorito? La soledad del
escritor es muy profunda. Cada uno es único, tiene sus problemas, sus
técnicas, que ha adquirido con mucho esmero; está también su propia vida. No
gana mucho hablando con conocidos (o desconocidos) sobre temas de literatura.
¡Que el grupo de Gide se reuniera para leer sus obras en
voz alta! Imagine eso, la incomodidad, la molestia, lo artificial de
todo eso. Cuando se piensa que él se sorprendía de que su mujer tuviera cita
con el dentista ese día: ¡cuánta razón tenía! Son maneras de trabajar que no
comprendo.
Todo escritor juega, hasta cierto punto, con el deseo de
ser leído y de no ser leído a la vez. Es válido para muchos poetas. Sin
ello, no pondrían en sus obras tantas trampas para desanimar su lectura.
En Fuegos puse algunas, la situación se prestaba para
ello. A los escritores siempre les ha gustado jugar con los enigmas,
pero las líneas de fuerza de Fuegos son muy visibles. Es
siempre la pasión, pero en distintas direcciones, y de buen grado en dirección
de la trascendencia.
Siempre desconfié de la actualidad, en literatura, en
arte, en la vida. Por lo menos aquello que se considera la actualidad y que
muchas veces es la capa más superficial de las cosas.
El escritor es el secretario de sí mismo. Cuando
escribo, cumplo una tarea, estoy bajo mi propio dictado, en cierto modo; hago
el trabajo difícil y cansado de poner en orden mi propio pensamiento, mi propio
dictado.
Nada cansa más que escribir un ensayo. Hay que hacer
una investigación, hay que transformarse en permanente juez de instrucción, o
en juez simplemente. Al mismo tiempo, hay algo de descorazonador en este
trabajo, uno comprende que jamás llegará a la meta; es algo semejante a una
traducción, en la medida en que se sabe que no se puede llegar a la exactitud
absoluta. Se hace lo mejor que se puede para reflejar el sonido de otro espíritu,
y para evitar la mentira, pero si no se quiere construir un Thomas Mann que
se le parezca demasiado, se debe leer diez veces seguidas el Doktor
Faustus y hallar las pautas; es agotador.
En el ensayo, hay que desconfiar de la imaginación. Quiérase
o no, deforma, lanza en una determinada dirección, que no siempre es la
verdadera.
Tres cuartos de lo que leemos, es traducción. Leemos
la Biblia en una traducción, los poetas chinos, los poetas japoneses, los
poetas hindúes. Shakespeare cuando no se sabe inglés. Goethe cuando no se sabe
alemán. Se estaría muy limitado si no se dispusiera de traducciones, pero al
mismo tiempo es una grave responsabilidad para el traductor [ …] Hace un
tiempo, le escribía a la correctora de las pruebas de mi antología de poetas
griegos, que un traductor (en especial cuando se traduce verso) semeja a
alguien que hace sus valijas. Está abierta delante de él; pone un objeto, luego
se dice que quizá fuera más útil otro, entonces saca el objeto y vuelve a
ponerlo porque, pensándolo bien, es indispensable. En verdad siempre
hay cosas que la traducción no transparenta, mientras que el arte del
traductor sería el de no dejar perder nada. Nunca se está realmente satisfecho,
pero esto también es cierto para los libros originales que escribimos, y de los
cuales Valéry hubiera podido decir que eran una traducción de la lengua self (le
gustaba esa palabra) a una lengua accesible a todos.
Algunos lectores se buscan en lo que leen y no ven nada
más que a ellos mismos;todo lo que tocan se cambia, no en oro, como en el
caso de Midas, sino en su propia sustancia.
El oficio de escritor es un arte o más bien una artesanía,
y el método depende un poco de las circunstancias. A veces tomo un bloc de
papel y garabateo el texto con una escritura, que por desgracia, se vuelve
ilegible al cabo de cuatro o cinco días, se marchita, en cierto modo, como las
flores, pero puede ocurrir también que vaya derecho a la máquina de escribir y
haga una primera versión. En ambos casos, utilizo todos mis impulsos para cada
frase; luego tacho, y elijo la que prefiero. […] a la tercera o cuarta
revisión, armada de un lápiz, releo el texto, ya casi limpio, y suprimo todo lo
que puede ser suprimido, todo lo que me parece inútil. Eso es un triunfo. Al
pie de las páginas escribo: suprimidas siete palabras, suprimidas diez
palabras. Estoy encantada, he suprimido lo inútil.
Cuando se pasan horas y horas con una criatura imaginaria, o
que haya vivido en otro tiempo, ya no es sólo la conciencia la que la concibe,
entran en juego la emoción y el afecto. Se trata de una lenta ascesis, se hace
callar completamente el propio pensamiento; se oye una voz: ¿qué puede
decirme este individuo, qué puede enseñarme? y cuando se oye bien, no
nos abandona más. Esta presencia es casi material, se trata en suma de una
«visitación». A veces, es algo bastante extraño, la primera visitación se
produce en un momento en el que sabemos aún muy poco de ese personaje que se
volverá importante para nosotros. Se impone, quizás a través de un clima, como
si estuviéramos ya, sin saberlo, dispuesto a recibirlo […] Me ocurre también,
me ocurría sobre todo en el pasado, que me adueño de mis personajes demasiado
pronto, antes de que hayan dicho todo ellos mismos, y en ese caso el libro
fracasa, pero llega un día en que vuelvo al trabajo.
Escribí —enteramente—
una o dos versiones de Adriano que arrojé al cesto. Las razones de este
fracaso eran muy simples: no había cotejado lo suficiente los textos que le
concernían, y no había visto lo suficiente los paisajes en los que se había
desarrollado su existencia; no había reflexionado lo suficiente sobre ciertos
temas para ser capaz de hacerle hablar de ellos. Después, un día, recordé el
personaje de Adriano, y debo decir que regresé al trabajo con indecible
alegría.
No creo en los escritores que dicen: «Yo consagro todo mi
tiempo a mi trabajo». Es probable que consagren una buena parte a
conversar, a fumar, a distenderse en un salón o en un café. El poder de
concentración del espíritu en el trabajo es tan fuerte, tan agotador, que no
los imagino manteniéndolo durante veinticuatro horas, ni siquiera doce. Además,
sería agotarse reservas, enriquecimientos necesarios, así como no ver el sol,
no mirar los árboles, sería aislarse del medio natural. Existe también un medio
humano que nos es esencial, aun si en todos los casos no se le atribuye un gran
valor.
Todo escritor es útil o es nocivo. Es nocivo si es
farragoso, si deforma o falsifica (aun inconscientemente) para obtener un
efecto o un escándalo; si se acomoda sin convicción a opiniones en las cuales
no cree. Es útil si ayuda a la lucidez del lector, lo desembaraza de timideces
y de prejuicios, le hace ver y sentir lo que ese lector no hubiera visto o
sentido sin él. Si mis libros son leídos, y si llegan a una persona, a una sola,
y le aportan una ayuda cual-quiera, así fuera por un momento, me considero
útil. Como creo también en la duración infinita de todas las pulsiones, como
todo continúa y se vuelve a hallar en otra forma, esta utilidad puede
extenderse bastante lejos en el tiempo.
Un libro puede dormir cincuenta años, o
dos mil años, en un rincón de una biblioteca, y de repente lo abro, y descubro
en él maravillas o abismos, un renglón que me parece haber sido escrito sólo
para mí. En esto, el escritor no difiere del ser humano, en general: todo lo
que decimos, todo lo que hacemos trasciende, más o menos. Debemos tratar de
dejar atrás nuestro un mundo un poco más limpio, un poco más bello de lo que
era, aun si ese mundo es un patio trasero o una cocina.
Nunca cierro nada, ni siquiera mi puerta. Tengo libros y
títulos en la obra la cabeza que probablemente no tenga tiempo de escribir,
pero en nuestra obra debe de haber algo inacabado, como esa línea interrumpida
que los alfareros mexicanos dejan en sus dibujos, para impedir que el espíritu
quede prisionero.
*El texto es una síntesis del libro Con los ojos
abiertos. Traducción de Elena Berni. Emecé Editores, 1982.
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