por Ignacio Benedetti/
Martiperarnaumagazine.
“Y lo serio es incompatible con juego. O con jugar.
Porque jugar es, en alguna medida (aunque se lo haga por dinero). dar curso a
lo irresponsable. Que en el caso del fútbol no es forzosamente sinónimo de
desinterés o de falta de responsabilidad. Interprétese que es sinónimo de
libertad para crear imprevistamente”.
Dante Panzeri
Quizá deba disculparme ante la audiencia por mi insistencia.
Me cuesta creer que del fútbol emanen tantos lamentos y reflexiones que
muestren a esta actividad como una tarea nociva para la salud. Y quizá deba
pedir perdón por no explicarme mejor y ser parte de este círculo vicioso que
contribuye al crecimiento de este monstruo, que no es otro que el circo en el
que se ha convertido este deporte.
Un pobre espectáculo en el que alguien como
Luis Enrique Martínez, entrenador del F. C. Barcelona, se da el gusto de
expresar en rueda de prensa una opinión tan extraña como
contradictoria al espíritu del cargo que ejerce:
“El problema del entrenador es que no disfrutas nada.
Nunca eres feliz. Tal vez solo cuando termina la temporada y consigue su
objetivo. No puedes vivir del pasado ni del futuro. Solo del presente. Acaba un
partido y ya estás centrado en el siguiente”.
Tomemos en cuenta que el puesto que detenta el señor
Martínez es el de conductor del equipo de primera división del F. C. Barcelona,
una de las instituciones más reconocidas y con menos problemas –desastre
directivo aparte– del mundo. Por ello, si al asturiano le cuesta encontrar
razones para disfrutar su actualidad, apaguemos la luz y vayámonos todos.
El fútbol es un negocio; ir en contra de esa noción no
constituye una respuesta romántica o rebelde, sino un profundo desconocimiento
de la realidad. El hecho de que mueva tanto dinero a su alrededor ha
posibilitado que algunos –una aparente mayoría– se hayan olvidado que, ante
todo, esto es un juego, un deporte en el que apoyados en unas reglas, se
compite para vencer, no para aniquilar ni destruir. Esto no es una batalla en
la que se dirime el honor ni el buen nombre de nadie, sencillamente es una
actividad destinada a formar mejores ciudadanos bajo los valores y los
principios de la competencia: el reconocimiento del contrario, la aceptación
del resultado y el aprovechamiento de cada caída y cada derrota para aprender y
aprehender las lecciones. El deporte, visto desde esa óptica, no es más que una
representación de la vida misma.
Entonces uno debe preguntarse si, más allá de lo que
significa una derrota, ¿no hemos cruzado una línea en la que el juego dejó de
ser juego para convertirse en el vertedero de miserias y temores de nuestra
especie? Y es en este momento cuando comprendo que debo pedir nuevamente
excusas, a usted que me lee, por mi intolerancia ante lo que siento es el mayor
atentado que se le puede hacer a la actividad más noble que haya creado nuestra
especie: el deporte.
La seriedad, comprendida como la negación de la alegría y
del sentido lúdico del juego, es una peligrosa epidemia que promete acabar con
todo lo bueno que caracteriza al fútbol. Darle carácter de seriedad al juego no
contribuye a que este se interprete o se desarrolle de una mejor manera. Todo
lo contrario: desde que el drama se apoderó de esta tarea y se transformó en la
emoción predominante, el juego dejó de ser juego hasta convertirse en una serie
de números, resultados y estadísticas que a pocos alegran más allá de la media
hora inmediata a su consecución.
Los defensores de este disparate se aferran a que todo vale
en pos de una victoria, como si el deportista, salvo tristísimas excepciones,
no tuviese como meta principal la consecución del triunfo. Lo que estos
militantes de lo indefendible intentan con su mensaje es promover el desprecio
por el espíritu del deporte, que es competencia limpia y legal; estimulan la
trampa y han disfrazado de atajos a grandes despeñaderos de los que nadie
regresa.
A propósito de los Juegos Olímpicos Londres 2012, Martí
Perarnau explicaba: “Los Juegos tienen más derrotados que ganadores.
Normal, no en vano los Juegos son la vida y en la vida perdemos muchas más
veces que ganamos. Los Juegos son un soplo de esperanza porque incluso
perdiendo, nos demostraron que vale la pena competir”.
Un concepto muy
cercano al expresado por Pep Guardiola a Fernando Trueba en una charla
publicitaria que va justamente por ese camino:
“Al final es un juego; lo hemos pervertido, lo hemos
convertido en parte de un negocio del que todos vivimos, y muchísima gente vive
de él, pero al final olvidamos, que es lo que da sentido a mi profesión, si no
no lo haríamos, que es un juego en el que yo quiero hacerlo mejor que tú y tú
quieres hacerlo mejor que yo; con tus armas y yo con mis armas, y si te conozco
en estas cosas… Soñar eso, planear el día antes cómo hacerlo y transmitirlo a
tu gente para cómo hacerlo es el motor ahora mismo de mi profesión. Pero es un
juego. ¡Es un juego! Nada complicado. Conocerlo a él para hacerlo mejor que él.
No para batirle”.
Trabajar con algunos de los mejores jugadores del mundo,
gozar de la oportunidad de competir por los más grandes trofeos y cobrar un
salario por ello no debe representar una carga, por más que los medios, el
entorno y los propios jefes hagan lo imposible para hacer creer que se puede
ser infeliz en semejante situación. Ahora que lo pienso mejor, no debo
excusarme ante el auditorio. Quien sí tiene que pedir perdón es aquel que no
comprende que el fútbol es un juego y que, amparado en un injustificable
dramatismo, ha colaborado en la degradación de esta hermosa actividad en un no
juego capaz de alejar al hincha del estadio para acercarlo a las
columnas estadísticas, arrastrándolo a lo que el mismo Panzeri definía como “la
actual realidad en la que el mismo juego constituye hoy una angustiosa
preocupación que impide jugar”.
Disfrute, sr. Martínez. Juegue y disfrute, que así
encontrará la felicidad en su cargo. No deje de lado que su obligación es
pasarla bien en su trabajo, al fin y al cabo, esto es solo un rato, un lapso de
tiempo, el compás de espera entre esta aventura y la próxima.
* Ignacio Benedetti.
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