martes, 13 de enero de 2015

VICTORIA CAMPS. entrevista


"Los sentimientos nos mueven a actuar, no la razón".
Victoria Camps.

¿Por qué actuamos como actuamos? ¿Por qué las emociones nos asaltan y se imponen a la reflexión, moviendo nuestra conducta? De estas y otras cuestiones hablamos con la filósofa Victoria Camps.

Victoria Camps, catedrática de Filosofía Moral y Política de la Universidad de Barcelona, ha escrito El gobierno de las emociones (Herder) para ayudarnos a entenderlo y a entendernos, partiendo de la hipótesis de que no hay razón práctica sin sentimientos. A lo largo de las páginas de este libro analiza cuál es el lugar de las emociones en la ética. 


Victoria Camps defiende que la ética no puede prescindir de la parte afectiva o emotiva del ser humano porque una de sus tareas es, precisamente, poner orden, organizar y dotar de sentido a los afectos o las emociones. ¿Para qué? Para aprender a vivir y a convivir mejor.

“También la ética –escribe en su libro Victoria Camps– es una inteligencia emocional. Llevar una vida correcta, conducirse bien en la vida, saber discernir, significan no solo tener un intelecto bien amueblado, sino sentir las emociones adecuadas en cada caso”.
La filósofa ha escrito otros libros recomendables como El malestar de la vida pública, El siglo de las mujeres, Qué hay que enseñar a los hijos, Una vida de calidad: reflexiones sobre bioética, La voluntad de vivir, Hablemos de Dios (junto a Amelia Valcárcel) y Creer en la educación. De emociones y ética hablamos en esta entrevista.

La filosofía, a lo largo del tiempo, ¿ha rehuido o despreciado profundizar en el estudio de las emociones?

La filosofía se ha referido mucho a las emociones, pero con otros nombres: pasiones, sentimientos. Sin embargo, más bien ha tendido a considerarlas negativamente, como algo que había que reprimir para que prevaleciera el juicio racional. Hay excepciones, como las de los tres filósofos que tomo como base de mi libro, El gobierno de las emociones. Son Aristóteles, Spinoza y Hume. No se puede decir que no sean racionalistas, pero consideran que razón y sentimientos se alimentan mutuamente y, además, que son los sentimientos los que motivan el comportamiento y no la razón. Esta última idea me parece sumamente importante para la ética.

¿Los afectos y los sentimientos merman o subvierten de algún modo nuestra capacidad de razonar?
Es cierto que los sentimientos en principio están descontrolados, pueden motivarnos para bien o para mal. El miedo es el mejor ejemplo. Es un sentimiento necesario, pero una persona temerosa de todo es cobarde, no se compromete y no actúa. Por otra parte, hay miedos provocados por creencias infundadas que conviene erradicar. Hay miedos producidos por alguien que quiere manipularnos. Por eso conviene saber qué produce miedo y si es conveniente cultivarlo o no. Meter a todos los sentimientos en el mismo saco, aduciendo que son pasiones que siempre impiden ver con claridad y comportarse en consecuencia, resulta contraproducente.

¿Tiene que ver ese prejuicio del sentimiento que obnubila siempre el discernimiento con un enfoque de la vida dominado fundamentalmente por los valores masculinos?
Quizás sí. El pensamiento masculino ha centrado la ética en el valor de la ley y de la justicia, que es un valor importantísimo, pero frío y distante, no cálido. Desde el feminismo se ha puesto de relieve el valor del cuidado, como complementario a la justicia y que procede de sentimientos como la compasión, la solidaridad o incluso la responsabilidad. El único sentimiento vinculable a la ley –ya lo dijo Kant– es el respeto a la ley. Sigue siendo distante y poco comprometido.

Sabemos el gran valor que otorga la psicología a la autoestima de cara a lograr una vida equilibrada y satisfactoria, pero ¿y la filosofía? 
La filosofía no suele buscar soluciones prácticas, lo cual no está mal en unos tiempos que tienden a derivar cualquier pregunta hacia respuestas de autoayuda. Lo que sí ha hecho la filosofía es considerar la autoestima (o su equivalente) como un valor moral. Aristóteles, por ejemplo, entiende que la magnanimidad, la grandeza de alma, es la virtud que adorna al hombre virtuoso que se siente orgulloso de ser como es. John Rawls clasifica entre los bienes primarios “las condiciones sociales de la autoestima”, entendiendo que no habrá justicia mientras haya personas que no viven en condiciones de poder quererse a sí mismas por causa de la pobreza, la discriminación o el desprecio de la sociedad hacia ellas.

Asegura usted en su libro, sin embargo, que la autoestima está relacionada con el autogobierno y la libertad de elegir la vida que uno quiere vivir. ¿Estas son conquistas del individuo, más que del grupo o del medio?
Finalmente, son conquistas del individuo, pero el grupo o el medio ayuda. El estado de bienestar, hoy tan amenazado, ha intentado cubrir las necesidades básicas para que la autoestima fuera posible. Los sectores minoritarios y discriminados han tenido que agruparse para ver reconocidos sus derechos en una sociedad que los proclama como universales pero luego excluye a mucha gente. El grupo ayuda a luchar por el reconocimiento, pero quedarse en el reconocimiento de lo que el grupo representa –a las mujeres, a los homosexuales, a los inmigrantes– no es suficiente para cultivar la autoestima, que es un valor individual.

Ser libre no es solo poder elegir entre distintas opciones, matiza usted, sino ser capaz de autogobernarse: elegir una forma de vivir y confiar en poder desarrollarla.

Por lo menos, esa es la definición de la autonomía moral. Entender la libertad como mera capacidad de elegir o decidir indiscriminadamente y sin ponderar el valor y sentido de lo que se elige, o dejándose llevar por inercias y costumbres, es menoscabar el significado moral de la libertad entendiéndola sólo como un derecho –que no es poco–, pero que no incluye obligación de ningún tipo.

Citemos con usted a John Stuart Mill: “Quien deja que el mundo escoja por él su plan de vida no necesita de otra facultad que la de la imitación simiesca. En cambio, quien elige su propio plan pone en juego todas sus facultades”.
Esta cita corrobora la respuesta anterior. Mill no defiende esa libertad llamada “libertad negativa”, sino la que hace de la persona un individuo auténtico, principio de sus elecciones.

Dice usted en su libro: “El individualismo, tan característico de la Modernidad, está poniendo en cuestión la libertad del individuo. Pero el individuo sucumbe por el peso de su propia libertad, abrumado por el deber de decidir por sí mismo y de autorregularse”. ¿Hay que tener valor para ser verdaderamente autónomo, renunciando a la comodidad de que otras personas o poderes decidan por uno?
Efectivamente, es más fácil recibir órdenes o que nos digan cómo hay que ser, que tener que decidirlo por nosotros mismos. Cuando algo funciona mal, pedimos leyes que lo resuelvan. Por otra parte, el individualismo ha hecho perder de vista que los individuos se necesitan unos a otros, lo que ha dado lugar a un concepto de libertad entendida solo como independencia, a sociedades atomizadas donde cada uno va a lo suyo. No es la mejor base para construir “demos”, el punto de partida de las democracias. Ello explica también que es difícil ejercer la libertad y asumir al mismo tiempo las responsabilidades de la vida en común.

Otra frase de su libro: “En el ejercicio de la autonomía reside la dignidad del ser humano que, a diferencia de los animales, puede elegir y elige qué hacer con su vida”.
Así lo vio, al menos, Pico della Mirandola en su Oratio sobre la dignidad del hombre. Y añadió que, al elegir, o nos enaltecemos o nos degradamos. Escoger el mal es parte de la libertad humana.

En nuestra época parece que ya no suscitan admiración pública los modelos de personas virtuosas, como el que nos retrata Aristóteles. ¿Debemos considerar las éticas de la perfección como ideas que están fuera de lugar y de época? 
La ética siempre apunta a mejorar lo que hay y, por tanto, a una cierta perfección. Lo que está fuera de lugar es la utopía si ésta se entiende como la descripción del ser o de la sociedad perfecta. No sabemos qué es ser perfecto, solo podemos conocer algunas imperfecciones.

Las emociones más incapacitantes, en su opinión, son las que, como la tristeza, merman la potencia de actuar y desmoralizan al ser humano. El miedo, la vergüenza, la indignación, la culpa pueden bloquear a quien los padece y hacer que su vida se detenga, inhibendo sus deseos y la capacidad de elegir.
Efectivamente, las emociones son necesarias porque sin ellas no hay motivación para actuar. Pero hay emociones inadecuadas, que solo nos inhiben de actuar o nos llevan a actuar erróneamente. El miedo o la vergüenza pueden ser buenos, pero pueden paralizar la acción. Indignarse está bien si el objeto de indignación merece esa reacción, pero puede ser pueril. Conocer el por qué de las emociones y gobernarlas es, a mi juicio, lo que hace la ética.

¿Cómo cree usted que deberíamos luchar contra el pesimismo y el miedo en nuestra época? ¿Cuáles son nuestros principales recursos?
Cuando a la filosofía se le pregunta: ¿cómo hacerlo?, nos desarman. La filosofía carece de respuestas prácticas. Por eso no es autoayuda. Entiendo, sin embargo, que el discurso teórico que conecta las emociones con la motivación para actuar es un paso para fijarse en algo más que el discurso racional. Saber que las emociones tristes no nos convienen, pero que es posible luchar contra ellas y superarlas, es el primer paso para no desesperarse. Finalmente, el recurso es la educación, pensar que los sentimientos son educables. Lo que dudo es que haya técnicas para hacerlo aplicándolas a cualquier caso.  El “conócete a ti mismo” es la vía para analizar por qué uno actúa como lo hace.
Pepa Castro


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