Cuando da dos pasos, da dos pasos adelante el equipo y
dos pasos atrás el rival
MANUEL JABOIS.
14 JUN 2016 -
Andrés Iniesta, durante una jugada. LUIS SEVILLANO.
El partido de España empieza en las páginas de Sucesos y
termina en las de Política. En medio juega al fútbol Andrés Iniesta, una
criatura hecha de silencio y tiempo si la hubiese visto Keats. En una época de
peinados lujosos, Iniesta enseña una calva tradicional de años cincuenta.
Desempolvado parece
un español parado en un semáforo de vuelta de la gestoría; de frente, corriendo
con el balón, es lo que Jorge Valdano decía de Ronaldo: la manada. Si al
brasileño se le consideraba físicamente por la potencia Marvel desarrollada
para blindar sus huesos, con Iniesta la manada tiene una connotación poética.
Cuando da dos pasos, da dos pasos adelante el equipo y dos pasos atrás el
rival. El espectáculo de este partido es ver a un tipo como él arrinconando
gigantes checos con la pelota y avanzar hacia ellos como si llevase una pata de
conejo entre las manos.
Los rivales se achantan como
supersticiosos, van a juntarse todos al borde del área para esperar que todo
pase. Iniesta deja caer el cuerpo, lo endereza, mueve el balón como si fuese un
cubilete y deletrea el juego con la paciencia lisérgica de un chamán. Juega
como una marioneta fuera de control, uno de esos espectáculos en los que la
ficción toma el mando. Lo que hace es mirar a los lados, reclamar el balón para
devolverlo al instante y volver a levantar la cabeza en dirección a la
portería. Más valor que lo que se le ocurre es lo que se le puede ocurrir en
cualquier momento. Con esa amenaza se impone España.
Tiene cerca a Silva y a Nolito, que juega con un defecto: se
ha enamorado del balón. Tiene detrás a Busquets y delante a Morata. Se hace con
el partido, lo que significa que todos deben jugar a lo que juega él. Los que
no saben lo acusan; los que saben, se la dan. El más frágil de los españoles es
el hombre al que Jünger colocaría el hacha entre las manos para defender el
hogar.
Cuando todo muere, Iniesta continúa la jugada del Calderón:
va a colocarle el balón en la cabeza de Piqué. En Champions les interrumpió una
mano dentro del área no pitada; en Tolouse, meses después, los dos pueden terminar
la jugada. Lo determinante del cabezazo de Piqué es que apunta: no sólo llega
al balón sino que lo dirige. Es el gol de la victoria. Hay una España pequeña y
delirante que grita antes de vomitar el grito. No lo hace porque haya
recuperado la cordura: lo que ha hecho es perderla de nuevo. Es el español que
se avergüenza de ser feliz porque la felicidad se la da alguien que odia sin
terminar de saber por qué.
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