“No sé si el
3-0 refleja el partido”, dice el técnico catalán, que se encontró con el cariño
de sus amigos y la indiferencia del público
LUIS
MARTÍN /Barcelona /elpaís.es.
Pep Guardiola,
en su regreso al Camp Nou. / GUSTAU NACARINO (REUTERS)
Rara vez se
habrá dado el caso de que un entrenador quisiera ganarle a un equipo y que toda
su familia, y la mayoría de sus amigos, no tuvieran muy claro si en verdad
deseaban la victoria del equipo de su hijo, marido o padre o la del rival al
que se enfrentaba. Eso es lo que pasó en el Camp Nou la noche del regreso de
Josep Guardiola, al frente ahora del Bayern Múnich, a casa. Fue en el día del
cumpleaños de Valentina, su hija menor, socia del Barça, que asistió al
partido.
“No espero
ningún homenaje, sólo que la afición anime al Barça”, dijo en la víspera. Y eso
ocurrió: no le dieron ni bola, pero animaron, y mucho, a su equipo. Nunca 15
minutos debieron dolerle tanto en el Camp Nou a Guardiola, al que Messi
trinchó. “No diré quién es Leo, o lo que pienso de él. La mejor manera de
controlar a estos jugadores es que participen lo menos posible y eso se hace
teniendo tú la pelota. Lo hemos intentado y Messi en dos acciones buenas, y en
las que estábamos mal colocados, nos ha pillado”, apuntó. Ayer, nadie le tuvo
compasión. Tampoco él esperaba otra cosa. Así es el fútbol, se lo enseñaron en
La Masia.
Pep pidió a
su familia y amigos que no subieran al hotel donde se instaló el Bayern Múnich
para que le ayudaran a interpretar su regreso al Camp Nou de la manera más
natural y profesional posible. Así que poco o nada le recordó durante la
mañana, mientras sus jugadores visitaban el parque de atracciones que corona la
montaña del Tibidabo, que el partido no era normal, que iba a jugarse en el
Camp Nou. Él puso de su parte: desconectó el teléfono y le pidió a su ángel de
la guarda, Manel Estiarte, que blindara la puerta. “Las sensaciones han sido
buenas. He estado centrado en el partido”, declaró él al término del encuentro.
No pudo
evitar, claro, que al llegar al Camp Nou le cayera un abrazo tras otro, porque
después de 30 años es lo que tiene. Incluido el de su amigo Luis Enrique, el
entrenador del Barcelona. Pero con eso ya contaba. Contaba con los empleados,
con Carles Naval, el delegado durante su época de jugador y sus años de
entrenador; o con el afectuoso saludo de Sergi Nogueras por los pasillos del estadio,
el que fue su jefe de prensa. Y agradeció verles.
Pep
Guardiola, técnico del Bayern.
No le
apetecía tanto ver a Messi, sencillamente por lo bueno que es. Imaginó un
partido en el que trataba de tapar los caminos de Leo a base de coberturas
defensivas y valentía ofensiva. Y no le fue mal del todo: “Queríamos
monopolizar la pelota. Y hemos tenido el control en la primera parte. Acabamos
bien el primer tiempo, cuando el Barça no tuvo mucha posesión”, analizaba.
Pero, siempre hay un pero. “Después del 1 a 0 hemos perdido un poco el
estímulo. Y el último gol ha sido una pena, porque con un 2-0 todavía tienes
alguna oportunidad, pero un 3-0 nos lo pone muy difícil. El resultado es duro.
No sé si refleja lo que fue el partido o no”.
Lo que sí
sabía, y así lo dijo un día antes, es que el talento de Messi es
ingobernable. “Tal como siento el fútbol, la mejor manera de atacar y defender
es tener el balón. Nos ha ido bien en el pasado. Pero contra jugadores de este
nivel siempre estás expuesto a una pérdida de balón cerca del área”, sentenció.
Pep se pasó
el partido de pie, corrigiendo las posiciones de sus jugadores sobre el campo,
elegante y activo, como siempre, hasta que el de Rosario aniquiló sus deseos de
llegar vivo al partido de vuelta en el Allianz Arena. Dos golpes, dos
mordiscos, arruinaron todo el esfuerzo del catalán por conseguir que un
Guardiola, por una vez en la vida, saliera contento de una victoria de un
equipo vestido de blanco en el Camp Nou. Nadie dijo que fuera fácil echarle un
pulso a Messi.
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