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por IGNACIO BENEDETTI/.
Los entrenadores se desviven por encontrar la fórmula
perfecta para ganar. Con la intención de fortalecer su gremio, algunos le han
hecho creer al mundo que existe un mapa secreto a la victoria que solo ellos
pueden descifrar, cuando lo suyo es ayudar a que un equipo compita en las
mejores condiciones, lo que no es poca cosa. Olvidan –o pretenden que los demás
lo hagamos– que para lograr el triunfo se necesita que coincidan muchas
variables, entre ellas la sonrisa de la diosa fortuna, que no lo hace según
nuestras urgencias, sino según sus caprichos.
Eso lo saben los lobos, expertos en oler sangre a mil
kilómetros de distancia. Estos se presentan en el momento justo para sugerirle
a los incultos dirigentes aquello de que su verdad es la verdad verdadera. Si
rota jugadores, entonces es que no tiene un once tipo; y si no da descanso a su
estrella es porque le falta carácter. ¿En qué quedamos? En lo mismo. Mi verdad
es más verdadera que las otras verdades. Valdría la pena recordar al británico
Paul Strathern: “La ciencia es la verdad que funciona, no la verdad
cierta“. Pero ojo, que esto no es ciencia, sino algo mucho más complejo y
profundo.
Aceptemos que no hay
realidades permanentes y nos irá mejor. Lo que hoy sirve mañana puede que nos
haga daño. Es parecido a la ciencia. Pero no es idéntico. Recordemos a George
Berkeley a través del análisis del mismo Strathern: “Si el conocimiento
se basa enteramente en la experiencia, sólo podemos conocer nuestra propia
experiencia. No conocemos en realidad el mundo, sólo nuestra percepción
particular de él“.
Si alguien conoce a los lobos es Marcelo Bielsa. El
entrenador del Olympique de Marsella baila con lobos y lo sabe. Uno a veces
supone que Marcelo elige sus destinos consciente de la dificultad que estos
encierran. Claro que su razonamiento y el origen de sus decisiones seguramente
son más complejos e interesantes que mi declaración. Pero ese gusto por los
imposibles lleva al rosarino a bailar con lobos y estos, lo sabe Marcelo, en
algún momento actuarán como tal. Él los reta y les exige que hablen del juego,
casi como para comprar un poco de tiempo, pero llegará el momento. Está
escrito. Cuando aparezcan dos derrotas consecutivas correrá la sangre y le
cuestionarán hasta la forma de respirar. Son las reglas del juego y Bielsa las
acepta. Sabe que los lobos existen y son bravos. Pero él disfruta sintiéndolos
cerca porque también sabe oler la sangre.
Ya una vez se lo manifestó a su selección argentina antes de
un partido frete a Colombia: “En las peleas callejeras hay dos tipos de
golpeadores. Está el que pega, ve sangre, se asusta y recula. Y está el que
pega, ve sangre y va por todo, a matar. Muy bien, muchachos: vengo de afuera y
les juro que hay olor a sangre“. Bielsa sabe muy bien con quién baila y
hace bueno a Derrida cuando este dijo que nada amaba más que recordar y que la
memoria misma. Marcelo baila, le gusta y no puede mantenerse alejado de la
fiesta, por más perversa que esta sea.
Ahora bien, esto es fútbol y con él ya tenemos suficiente
como para meter a Berkeley, Derrida y otros que tanto iluminaron al espíritu
humano. Entonces vayamos hasta Osvaldo Zubeldía, uno que supo ser, al mismo
tiempo, partenaire de los lobos y lobo, víctima y victimario.
El entrenador del mítico Estudiantes de la Plata no solo disfrutaba danzando
con sus posibles verdugos, sino que hacía todo lo posible para que estos
tuvieran todas las herramientas posibles para combatirlo; hasta les explicaba
qué estrategias pensaba ensayar en el próximo partido y cómo combatirlas.
¿Su
justificación? Que de esa manera tenía que emplearse más a fondo para encontrar
soluciones a lo que eventualmente propondría el equipo rival y, además,
obligaría a sus jugadores, la razón de ser de este deporte, a encontrar nuevos
caminos hacia la victoria.
Zubeldía alimentaba a las fieras porque disfrutaba
su cercanía a ellas. No cabe duda de que quien voluntariamente vive cerca del
precipicio es porque encuentra placer en la proximidad al peligro. El riesgo
estimula el sentido de supervivencia y obliga al cerebro a trabajar a toda
máquina. Para algunos hay algo de masoquista en todo esto.
Para otros –me
cuento entre ellos– se trata de recordar que “la posibilidad de fallecer es
lo que nos lleva a la grandeza”. No hay nada más peligroso, emocionante y
contrario al confort que bailar con lobos.
* Ignacio Benedetti.
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