Entrenador de Portugal.
Los partidos se resuelven en las áreas y en los
banquillos, zona en la que abundan los técnicos anónimos.
RAMON BESA
Barcelona 11 JUL 2016 -
Cristiano Ronaldo, cojo, derrengado y abatido al cuarto de
hora de partido, levantó al final el trofeo que al inicio había librado el bien
vestido y delicado Xavi Hernández. No había seguramente mejores protagonistas
para expresar el cambio que ha vivido el fútbol desde Viena 2008 hasta París
2016. Los partidos ya no se deciden a partir de los centrocampistas, jugadores
de equipo por excelencia, sino que se resuelven en las áreas, territorio de los
porteros y delanteros, y también desde los banquillos, zona en la que abundan
técnicos anónimos, ninguno tan protagonista como el sufrido Fernando Santos.
Han mandado en Francia los entrenadores a tiempo parcial y
los solistas que compiten por el Balón de Oro. Juegan los clientes de Mendes
contra los de Rahiola. Los pases importan menos que los goles y las figuras las
decide el mercado, ahora mismo presidido por el gigante Pogba. El
centrocampista simboliza el físico, el poderío y la agresividad, expresada en
la entrada de Payet que eliminó a Cristiano, espectador del triunfo que a
Portugal se le negaba desde los tiempos de Eusebio.
La lesión del capitán portugués fue la peor de las noticias
para un campeonato individualista, escaso de fútbol, excesivamente folclórico,
nada que ver con los tiempos en que mandaba la selección española de Xavi.
“Usted no es japonés, usted me entiende lo que le digo”, le indicó Luis al
volante el día en que le convirtió en el símbolo de La Roja. España conquistó
el mundo hasta seducir incluso a Alemania.
Aunque de manera diferente, ambas selecciones acabaron por
ceder en Francia, un escenario más propicio para la cultura nipona, aquella que
se supone más próxima al ídolo que al colectivo, la que identifica a Gales con
Bale, a Francia con Griezmann y a Portugal con Cristiano. Ningún equipo jugó de
manera trascendente, para dejar huella o marcar estilo, entregados todos al
resultado, a la meta de Saint-Denis. La mayoría de partidos han sido iguales,
también los que disputaron franceses y portugueses, los dos agónicos, siempre
al borde de la prórroga, de los penaltis, de la eliminación, de la
supervivencia, tanto daba que fuera en la fase inicial como la final de anoche
en París. Ambos quedaron aturdidos por el llanto de Cristiano.
A Francia le dio un ataque de responsabilidad, por no decir
de miedo, temerosa de que una derrota no tendría perdón de Dios, y menos en una
selección anfitriona que ha ganado en su feudo la Eurocopa y el Mundial. Y
Portugal encontró el argumento necesario para remar, para achicar, para
defender y también para recordar que si ha habido un equipo feo y resolutivo en
la historia de las Eurocopas ha sido el de Grecia que conquistó precisamente el
trofeo en Lisboa. Así que se imponía resistir hasta la heroicidad, poner la
cara de mártir que siempre tuvo Fernando Santos, un técnico que ha montado una
formación para cada encuentro hasta alinear a cuantos futbolistas se llevó de
Portugal.
No es fácil jugar sin Cristiano cuando no se tienen
centrocampistas como Chalana, Rui Costa o Deco ni extremos de la categoría de
Futre o Figo. No queda más remedio que aguardar hasta desquiciar al contrario
por más alternativas que tenga como era el caso de Deschamps. Francia contó con
un momento para ganar la final, cuando salió un extremo que desborda como
Coman, y más tarde en un tiro de Gignac, que remató al poste del excelente Rui
Patricio. Muy poca cosa para un equipo que tiene el campo a favor, al jugador
del torneo —Griezmann— y enfrenta a un rival paciente como Portugal.
El gol de Éder
A los portugueses les alcanzó con ganar un solo partido en
el tiempo reglamentario para llegar a la final y reventar en la prórroga a la
especuladora y acobardada Francia. La suya ha sido una trayectoria inequívoca y
consecuente, el mejor epílogo para un torneo que a fin de cuentas ha seguido el
guion del disputado en 2004. El héroe de entonces fue un futbolista de nombre
Charisteas, tan poco conocido y meritorio, por no decir secundario, como el de
Éder, jugador curiosamente del Lille.
Atendiendo al tono de la competición, no podía haber otro
ganador que el equipo de Santos, solvente en el manejo del grupo, experto en el
planteamiento de los partidos, el más preparado para penar en un torneo largo,
farragoso y eterno, tan gremial y solidario en la cancha que supo imponerse
incluso sin Cristiano Ronaldo. No se trataba de presumir, como en los tiempos
de Xavi, sino de aguantar hasta conquistar París ante la misma Francia. Tan
obcecada estaba Portugal que no solo se sobrepuso a sus rivales sino también a
la lesión de Cristiano.
Fue el triunfo de un hombre esforzado, sencillo y común como
Fernando Santos, la mejor respuesta al vedetismo y a la grandilocuencia, a lo
mediático y a lo impactante, al espectador impaciente y exigente de hoy.
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