Lo nuevo brilla más, y a nadie le ocupa que la novedad pueda convivir perfectamente con aquello que desechamos sin que haya llegado el tiempo del adiós.
por IGNACIO BENEDETTI.
El fútbol hace mucho que abrió sus puertas a lo que Panzeri
denominó “el canibalismo industrial del deporte”. Prestos a no
cuestionar, y a buscar certezas de fabricación industrial que se consigan en
tiendas por departamento, nos llevamos por delante al presente, sin que este
haya dejado de ser tal para convertirse en pasado. Lo nuevo brilla más, y a
nadie le ocupa que la novedad pueda convivir perfectamente con aquello que
desechamos sin que haya llegado el tiempo del adiós.
Mientras unos coronan al heredero, otros ya preparan la
sepultura del viejo y cansado rey. Pocos, muy pocos, reparan en que aquel que
ya se ha hecho mayor, ese a quien no terminan de condenar, pero le van
señalando poco a poco el camino de salida, apenas tiene 30 años, una edad en la
que muchos futbolistas de alta competencia gozan, si la salud se lo permite, de
la totalidad de sus condiciones. Es un muy peligroso cocktail de
ansiedades, inseguridades y apresuramientos al que se le une, casi como
nitroglicerina, esa incomprensible necesidad de adelantarnos a nuestro tiempo.
Y así vamos cosechando tempestades, haciendo bueno aquello
de que nadie nace aprendido porque no hay nada que aprender; vivir es lo que
toca y nadie hace más que vivir su propia vida, sus propios errores y su propia
condena. No hay copias, no hay nuevos ni antiguos, sencillamente cada uno es lo
que es.
Nuestra existencia es propia e intransferible. Cada día
vivimos procesos de cambio que nos hacen únicos, y alguien con mejor pluma y
mayor imaginación se atrevería a decir que cada vida es una odisea. De ser así,
vale recuperar la afirmación de Kafka, cuando nos advertía: “Viajar es
cansado; pero yo no sabría vivir sin viajar“.
Uno, que no es más ni menos, y que está solo frente al mar,
no puede sino reflexionar acerca de por qué nos cuesta tanto aceptar que la
realidad ajena es lo que es y no lo que queremos que sea, y en cada una de
ellas hay mil detalles que observar, que aceptar y que adorar.
Veo a Andrés Iniesta y juro que no entiendo nada. Más allá
de si el juego actual de su equipo lo potencia o lo limita, no comprendo que se
hable de un sucesor o una nueva versión suya, por más Isco que este sea. No se
trata de comparar a dos magníficos exponentes de este juego; mi preocupación es
más humana, más profunda y menos interesante. Hasta hace un par de meses, el
manchego era el cerebro, los sentimientos, el santo y seña de una identidad;
ahora, muchos lo identifican como a un futbolista al que el viento del adiós ya
le pisa los talones, protagonista de una carrera que ningún ser humano ha
podido ganar.
Me asusta pensar que no podemos –tampoco sabemos– disfrutar.
Juega uno y juega el otro, y antes que saludar y agradecer la confirmación del
malagueño o admirar la capacidad de adaptación del futbolista del Barcelona,
nos decantamos por el conflicto, por la dicotomía de ser de uno o de otro. Y
vuelvo a Kafka, porque ante la metamorfosis que experimentan ambos jugadores,
siento que la vida de estos dos enormes deportistas da para recordar sus
palabras: “Quizás convivimos en el mismo laberinto de caminos
misteriosos en los que él peregrinó austeramente toda su vida sin llegar nunca
a encontrar una salida“.
Ese él somos nosotros, usted y yo, que nos hemos sumergido
en un pantano del que solo volviendo a lo más primitivo de este deporte, su
espíritu lúdico, podremos salir. En fin, que el mar es sabio y suena más fuerte
que los altavoces de la mentira y la beligerancia.
* Ignacio Benedetti.
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