por Xesco
Espar
Enseñanzas
del mundo del deporte para conseguir la excelencia en un equipo
Introducción/
Desafiar
al destino cuando los demás parten con ventaja, eliminar el límite superior de
nuestro máximo rendimiento, encarar la vida cuando la excelencia no es
suficiente… es posible si atendemos a nuestro corazón: a aquello que queremos y
no solo a lo que pensamos.
La
cabeza es la que analiza, pero el corazón es el que alberga nuestros deseos más
profundos, que son los que realmente nos hacen actuar. Aunque el talento es
necesario, aquello que nos hará alcanzar grandes retos tras sobreponernos a los
fracasos es el corazón.
Xesco
Espar tiene claro que para llegar a la excelencia es necesario formarse; pero,
para traspasarla, hay que transformarse: afrontar cada problema como un reto,
una forma de crecimiento, un desafío. Con ejemplos extraídos de su experiencia
profesional como entrenador de balonmano y de su particular forma de entender
la vida, Espar nos muestra que la vida castiga duramente a los que únicamente
hablan, fingen o pretenden y, en cambio, colma de recompensas a los que actúan,
se transforman y crecen.
La
excelencia no es suficiente.
La
excelencia en el deporte no es fácil de conseguir e, incluso, tiene más
obstáculos de los que podemos encontrar en otras muchas carreras profesionales.
Solemos creer que, porque ganan mucho dinero, los jugadores tienen que ser
máquinas perfectas, motivadas y a punto para todo. Sin embargo, estos jugadores
son personas como todos, con sus altibajos y sus presiones y distracciones que
reclaman su atención.
La
excelencia en el deporte solo se consigue entregándonos por completo y con un
nivel de autoexigencia máximo. Estar motivado y entregado al máximo en los
partidos no es difícil, pero tener ese mismo deseo a la hora de prepararnos es
lo que distingue a un buen jugador de un verdadero campeón. La motivación actúa
como un multiplicador del rendimiento y la calidad, y la mejora diaria del
equipo es el otro factor de la multiplicación.
El
acceso al estado de excelencia es muy sencillo. Para alcanzarlo tenemos que
trabajar todos los días dando el cien por cien de nosotros mismos en todas las
situaciones hasta convertirlo en un hábito. Tenemos que poner el listón muy
alto y decir: “De aquí no voy a bajarlo y voy a pasar por encima de él, cada
día”. Hace falta que nos centremos en lo más importante y que no aceptemos las
múltiples distracciones que nos bombardean a diario.
Ningún
rendimiento por debajo del muy bueno es hoy recompensado.
La relación entre el
rendimiento ofrecido y la recompensa obtenida ha cambiado en los tiempos
recientes. Lo que tenemos ahora es una competitividad feroz. Hoy en día, ningún
rendimiento que no sea excelente es recompensado. Los clubes deportivos, por
ejemplo, pueden traer muchos jugadores del extranjero y ello obliga a los
nacionales a ser poco menos que excelentes si quieren estar en la máxima liga,
ya que la mayoría de estos jugadores son muy buenos.
En
ámbitos altamente competitivos, la excelencia no es siempre suficiente para ser
el primero. Si alguno de los participantes parte con ventaja (mayor
presupuesto, mejores habilidades, etc.) y rinde siempre a su máximo potencial,
va a acabar primero. Optimizando todos sus recursos y entregándose en todos los
momentos de la preparación, va a conseguir siempre un rendimiento muy cercano a
su máximo y, como parte de esa posición de ventaja, los demás equipos tendrán
que conformarse con mirarlo desde abajo.
Romper
el límite superior.
Si
partimos de una situación de desventaja jamás debemos resignarnos a ella. Hemos
de luchar con todas nuestras armas, especialmente con la imaginación, que en
estos casos es la más decisiva.
Existen
tres requisitos que debemos cumplir para romper las barreras de la excelencia.
El primero es hacer más caso al corazón que a la cabeza, a lo que queremos que
a lo que pensamos. La cabeza es la que procesa información y analiza; el
corazón, en cambio, alberga nuestros deseos más profundos, que son los que nos
movilizan y nos hacen actuar.
El
segundo es centrarnos en nuestros propósitos más profundos. A veces pensamos en
ganar más dinero pero esto es tan solo un propósito superficial: lo queremos
porque, a un nivel más profundo, nos permite comprarnos una casa, hacer un
viaje, etc. A su vez, el motivo más profundo por el que queremos la casa es
porque deseamos seguridad para nuestra familia o queremos viajar para sentir
nuevas emociones, etc. Nos conviene centrarnos en este tipo de deseos porque
son los que nos impulsan a actuar. El movimiento se crea por la emoción y,
cuanto más profunda es la emoción, más rápido es el movimiento.
Por
último, y antes que nada, lo que tenemos que hacer es crecer. Debemos situar el
rendimiento de nuestro mejor día más alto de lo que está ahora. Nuestro máximo
nivel actual está determinado por nuestras capacidades actuales, que son, de
hecho, el obstáculo para que superemos nuestro máximo nivel. Para que lleguemos
a ser un referente, en cualquier ámbito, no es suficiente llegar al máximo de
nuestras capacidades, sino desarrollar nuevas.
Si
nuestras circunstancias actuales son el punto de referencia para tomar
decisiones o plantearnos objetivos, limitamos nuestras posibilidades y nunca
seremos más de lo que somos. No nos queda otra opción que creer en lo imposible
y lanzarnos al vacío, creer en lo que todavía no tenemos y atrevernos a cambiar
nuestras circunstancias. Para llegar a la excelencia hay que formarse, pero
para traspasarla hay que transformarse.
Jugar
con el corazón
Tanto
el talento como el corazón son necesarios para tener un equipo campeón. Para
ganar hay que marcar goles, regatear al rival, correr más que él, saltar más
alto, etc.; pero, en definitiva, no gana el que marca el gol más bonito sino el
que marca más. El talento tiene que desarrollarse en los entrenamientos y,
finalmente, mostrarse en el partido una y otra vez.
Cuando
los espectadores ven a un jugador capaz de hacer malabarismos con el balón y
con habilidades técnicas descomunales, sienten admiración, porque saben que
ellos jamás podrán conseguirlo. Pero cuando la gente ve a alguien que entrega
su alma en el partido, que lucha, se esfuerza generosamente y no abandona
aunque las cosas se pongan feas, entonces se siente identificada con esa
persona, porque luchar es algo que está al alcance de todo el mundo.
Jugar
con cabeza nos proporciona estrategia y la capacidad de adaptarnos a las
situaciones de juego de manera inteligente. Nos permite reaccionar y
anticiparnos. Nos facilita la concentración en los elementos importantes del
juego. Nos hace ver dónde está flaqueando el rival, etc.
Pero
jugar con el corazón nos hace sentirnos especiales. El tiempo desaparece y
tenemos la sensación de estar fluyendo. La fatiga desaparece y solamente
sentimos pasión por el juego que nos hace fusionarnos con el partido.
Por
mucho talento que tengamos, siempre habrá momentos en los que las cosas se
tuerzan y no salgan como queremos. En esos momentos surge la incertidumbre y
pueden ocurrir dos cosas: que nos bloqueemos, nos aflojemos y perdamos, o que
nos sobrepongamos y entremos de nuevo en el partido con más fuerza gracias a
nuestro corazón. Talento y corazón son las dos caras de una misma moneda para
la grandeza.
Solo
se vive una vez.
Cuando
sentimos una pasión muy fuerte, por algún deporte por ejemplo (o cualquier otra
actividad), tenemos la sensación de que estamos aprovechando cada instante de
la vida. Estamos tan concentrados en lo que hacemos en el momento que el tiempo
desaparece y nos sentimos en plenitud.
Vivir
de esta manera es el sueño de la mayoría de los seres humanos. Y aunque muchos
no lo consiguen, no es porque esto sea el privilegio de unos pocos afortunados,
sino el resultado de saber qué queremos hacer en la vida y tener el coraje y la
determinación para hacerlo.
Vivir
con pasión es lo contrario a vivir dormido, es vivir despierto. Solamente
vivimos una vez y, ya que tenemos la vida, debemos hacer algo con ella. No
hemos elegido nacer donde hemos nacido, pero podemos hacer lo que queramos con nuestra
vida, darle la forma que más nos guste.
Existen
tres clases de personas: las que van como dormidas por la vida y ni se enteran
de lo que pasa en la realidad; las que sí se dan cuenta de lo que ocurre; y las
que hacen que las cosas ocurran. Estas últimas son la gente intrépida y
atrevida que hace que la sociedad se mueva.
Todos
nacemos con una esencia que debemos asumir, pero también tenemos la libertad de
elegir ser nosotros mismos al máximo o bien quedarnos a medias, es decir,
desarrollar o no todo nuestro potencial. Tenemos dos opciones: ser menos de lo
que podemos ser y, por consiguiente, no ser lo que podemos ser, o intentarlo
todo y, a cambio, vivir una vida más llena y sentirnos realizados.
Escuchar
las emociones.
Para empezar a ser nosotros mismos, y quienes podemos llegar a ser, es
imprescindible conectar con nuestras emociones. Las emociones son lo que mueve
el mundo, como bien saben los publicistas, que crean los anuncios basándose en
nuestras emociones. La publicidad es efectiva porque toca nuestra fibra,
nuestros deseos y miedos que, a su vez, son lo que nos hace actuar.
El
mundo se mueve por emociones. De hecho, los dos únicos fenómenos sociales que
en la actualidad pueden llegar a congregar a más de cien mil personas son el
deporte y la música, dos ámbitos que son pura emoción.
Tomar
decisiones emocionalmente no significa eludir nuestra responsabilidad y decidir
sin pensar o a ciegas, sino aceptar la responsabilidad todavía mayor de
hacernos cargo no solo de lo que podemos hacer sino de lo que queremos hacer.
Las decisiones racionales únicamente tienen en cuenta las circunstancias
actuales, pero las decisiones emocionales se basan también en lo que
visualizamos para nuestro futuro.
El
peligro es no arriesga.r
Si
hacemos un repaso sincero de todo lo que hemos conseguido en la vida, nos
daremos cuenta de que la mayoría de lo que tenemos proviene de las situaciones
en que hemos tomado riesgos: cuando nos declaramos a nuestra pareja, cuando
cambiamos de trabajo, cuando decidimos hacer un gran viaje, cuando nos
enfrentamos al jefe, etc.
Aunque
las ventajas de arriesgar son claras, a menudo lo que nos frena a tomar riesgos
son el miedo y la necesidad. El miedo a fallar y el miedo a que el esfuerzo no
sea suficiente nos atenaza y bloquea. Recordando las veces que han sido
criticados, muchos jugadores aprenden a jugar fácil y seguro, de manera que sin
cometer fallos tienen un cierto lugar en los equipos. Sin embargo, jamás
reciben recompensas y, si alguna vez las tienen como equipo, siempre es gracias
a los logros de los demás.
Fallas
todos los tiros que no intentas.
Para
ser libre, hay que arriesgar. Sólo el que se atreve a diseñar su futuro y lo
persigue es libre. Cuando no arriesgamos, esperamos que otro decida por nosotros
y el camino que hacemos es su camino. Al final del camino,
todos los honores serán suyos, porque suyos eran el plan y las ganas.
Los
jugadores fallan el cien por cien de los tiros que no intentan. A pesar de que
las personas suelen creer que si no intentan nada no pueden fallar, en realidad
fallan todas las veces que no se mueven. A veces nos parece que la gente que
avasalla a los demás, aquellos que sin miramientos van a la suya, consiguen más
cosas que los que son “buenas personas”. Esas personas tienen una cualidad de
la que los demás carecen: van a la suya. Y mientras, los demás se quejan de
ellos en lugar de actuar. No hay que quedarse pensando en lo que hacen mal los
demás, sino que hay que hacer lo bueno que sabemos hacer.
La
emoción de la certeza y el coraje poseen una determinada y parecida respuesta
fisiológica. Las personas que se sienten seguras de sí mismas y que poseen la
fuerza para afrontar riesgos crean esa emoción a partir de los siguientes tres
elementos: la postura física, el movimiento que realizan y la manera como
centran su pensamiento.
El
primero es su postura física: la tensión corporal, los puntos de equilibrio, la
posición de la cabeza, la mirada, la sonrisa, etc. Está comprobado que si nos
movemos, nos sentimos más seguros que si estamos quietos. Por eso, si dudamos,
conviene que nos movamos.
El
movimiento es la segunda característica de las personas en posición de certeza.
La alegría, la pasión, la celebración son emociones que imprimen movimiento a
nuestro cuerpo, mucho más que el aburrimiento o la tristeza.
Finalmente,
el tercer parámetro que determina el estado emocional es el enfoque que tiene
nuestra mente. Hay que centrar nuestro pensamiento en nuestros puntos fuertes y
concentrarnos en pensar en lo que puede ocurrir si acertamos, no si fallamos.
Creer
para ver.
Cuando
vemos que las cosas pueden ser mejores de lo que son ahora, nos ponemos a
trabajar para hacerlas posibles. De ahí la importancia de tener una clara
visión del triunfo y de pensar desde la identidad del ganador.
La
visión es la descripción detallada de nuestros sueños más intrépidos. La visión
se construye armando frases que dibujen un futuro atractivo. Si bien es cierto
que hay que ver la realidad tal y como es y ser honesto, también lo es que no
hay que verla peor de lo que es.
El
siguiente paso para construir la visión es ver las cosas mejor de cómo están en
el momento actual. Hay que dibujarla para hacerla visible a todos. Para que sea
realmente inspiradora, la visión no puede ser egoísta, ya que sería parcial, y
debe incluir a los demás, especialmente a nuestro círculo más próximo (la
familia, el público, los clientes, etc.). Para lograr que los demás se abran a
nuestra visión, debemos “venderles” una mejor vida, lo cual no significa
engañarlos, porque una buena visión lleva definitivamente a lograr la realidad
buscada.
Cuando
tenemos delante la representación de nuestro escenario ideal, cargado de
imágenes brillantes y emociones excitantes, la llama de nuestro interior se
enciende y nos ponemos en movimiento. Y cuanto más nítida e intensa sea dicha
representación, más nos atraerá hacia su concreción. Cualquier persona haría un
esfuerzo extra por conseguir un sueldo de 3000 que para conseguir uno de 300 o
uno de 30 000. El de 300 no es suficiente para movernos a actuar y el de 30 000
tampoco motiva porque parece inalcanzable; pero, si vemos la posibilidad de
hacer algo para conseguir el de 3000, sin duda lo haremos.
Finalmente,
una visión debe hacer crecer a la gente. Una auténtica visión eleva a todos los
que la comparten al máximo exponente. Cuando las personas ven que dentro del
equipo progresan personalmente y que sus carreras se ven potenciadas, adquieren
un nivel de compromiso que hace posibles resultados extraordinarios en un
tiempo realmente corto.
Para
qué sirve una visión.
Un
avión suele estar fuera del rumbo óptimo durante una gran parte del trayecto.
Las corrientes y bolsas de aire con que se encuentra lo desvían multitud de
veces, pero gracias a que el piloto automático conoce exactamente las
coordenadas de destino, rápidamente se reequilibran todos los parámetros del
vuelo para situarlo de nuevo en el rumbo correcto.
La
visión guarda la misma relación con nuestras vidas que el piloto automático con
un avión. Una vez hemos decidido cómo queremos exactamente que sea nuestro
futuro, por muchos problemas y altibajos que la vida nos plantee, siempre
conoceremos nuestro lugar de destino y podremos reorientar nuestras acciones
hacia donde queramos realmente ir. Cada vez que tropecemos, nos levantaremos en
la dirección correcta.
Cuando
el equipo comparte una visión.
Si
consideramos el equipo como una unidad, es fundamental que tenga una visión
estimulante y una identidad sólida. Esta visión debe recoger los dos aspectos
más importantes del equipo: los referentes a su estilo de juego y —lo más
importante— la dimensión emocional que lo hace sentir imbatible. Cuando la
identidad del equipo está creada por sus propios integrantes, tiene una
potencia descomunal.
Después
del mundial de Túnez, celebrado en 2005, al equipo de balonmano dirigido por
Espar le quedaba apenas una semana para volver a integrarse. Para ello, al
entrenador se le ocurrió comenzar con un juego. Él y sus ayudantes prepararon
un montaje audiovisual de 20 minutos muy provocador y capaz de transmitir un
entusiasmo contagioso. El día que los jugadores se sentaron para ver el vídeo,
su temperatura emocional empezó a subir minuto a minuto, a medida que se iban
reconociendo en las imágenes. Sus rostros reflejaban un estado de alegría y
orgullo pocas veces visto. Al terminar la película el entrenador se dirigió a
ellos. Les dijo que habían sido capaces de realizar partidos y acciones
extraordinarios aquel año, y que lo que habían visto tan solo era una parte de
lo que podían hacer. Después los separó en grupos de cuatro o cinco y les pidió
que escribieran una lista con las palabras que les vinieran a la mente y que
mejor definieran lo que sentían. Una vez escritas las palabras, tendrían que
seleccionar las diez con las que más de acuerdo estaban
.
Las
palabras más representativas así elegidas fueron estas: corazón, equipo,
disciplina, esfuerzo, compromiso, ganar, orgullo, etc. Al día siguiente
imprimieron pequeños carteles con esas palabras y los pegaron encima de las
taquillas de los jugadores y en diversos lugares del vestuario, para que cada día
tuvieran presentes esos momentos y la clase de equipo que eran. Esas palabras
representaban la identidad del equipo. Actuaban como resortes que les
provocaban a los jugadores un estado emocional intenso, marcado por un fuerte
deseo de empezar a jugar y la seguridad de que ganarían.
De
esa manera, Espar y los jugadores consiguieron crear una visión e identidad de
equipo sólida, que marcaba el rumbo y daba fuerzas y ganas de superar cualquier
dificultad para realizar el objetivo de ganar.
Fue
a partir de la actividad con los jugadores, en la que ellos tuvieron que
escribir las palabras clave, que la visión realmente los movilizó y que Espar
pudo definir los objetivos para el equipo. La visión de un equipo o una empresa
no se puede crear desde el comité de dirección; para que tenga efecto debe
crearse por los propios integrantes del equipo. La visión únicamente actuará
como resorte impulsor si surge del corazón de los participantes y estos pueden
reconocerse en ella.
La
visión no es milagrosa.
La
visión por sí sola es inútil; debe ser tan específica y personal que nos lleve
irremediablemente a la acción y no a la contemplación.
En
la visión, lo importante no es el papel con palabras o frases bonitas, sino la
emoción que se genera en nuestro sistema nervioso para ponernos a actuar
instantáneamente en busca de su realización. Como líderes debemos actuar
simultáneamente en dos planos diferentes: el táctico y el estratégico. El
primero es el de la gestión del presente, de la situación, y es más reactivo;
el segundo requiere que nos anticipemos a las situaciones.
El
liderazgo estratégico sirve para desarrollar la visión y el táctico, para
afianzar la identidad. Como líderes estratégicos debemos tener en cuenta el
futuro más que el presente. Es más importante en quiénes vamos a convertirnos
que quiénes somos ahora. Por ello, necesitamos una visión que nos ilumine el
futuro.
Como
líderes tácticos, debemos mirar más al presente que al futuro. La táctica es
inmediata. Para llegar al futuro debemos entrar en acción ahora.
Romper
límites.
A
veces no nos planteamos objetivos por diversos motivos. No creemos que sirvan
para algo, o bien carecemos de método para alcanzarlos o bien porque fallar nos
duele. Hacerse ilusiones y no conseguirlo puede habernos hecho sufrir y, para no
volver a sufrir, nos infligimos un autosabotaje emocional y acabamos
funcionando al ralentí y con miedo. El miedo es, por su parte, el freno más
efectivo a la acción. Para evitar el dolor, no nos damos cuenta de que la
vulnerabilidad nos da fuerza: cuando nos sentimos vulnerables es que han tocado
el centro de nuestro ser, nuestra esencia más profunda, y ahí es donde se
genera toda la fuerza emocional. Así que, cada vez que algo nos duela,
deberíamos celebrarlo, porque ahí está el punto desde donde podemos renacer.
Una
vez hemos definido nuestro objetivo, tenemos que visualizar el trayecto que
debemos recorrer para alcanzarlo y dividirlo en etapas, marcando los objetivos
de cada una de ellas. Sin embargo, por bien definidos que estuvieran nuestros
objetivos o plan, sin la acción constante no lograremos acercarnos a nuestro
objetivo.
Para
ello, después de plantear un objetivo, tenemos que descubrir los beneficios de
conseguirlo, así como lo que podemos perder si no se consigue y lo que se puede
perder en el peor de los escenarios en los próximos años. No se trata de saber
lo que podemos perder en el camino hacia el logro de nuestro objetivo, sino lo
que no tendremos tras haber fracasado en su realización. Hay que atreverse a
contestar esta pregunta: ¿cómo será mi vida si no consigo ser lo que quería
ser?
Lo
que de verdad nos pone en acción es la necesidad de alejarnos del sufrimiento.
Por ello terminamos con una relación o dejamos un trabajo cuando la situación
se vuelve insoportable. Luego, en la medida en la que nos alejamos del dolor,
llegamos a un punto muy peligroso en el que ya no sentimos ni el dolor ni el
placer y en el que llegamos a relajarnos demasiado y en nuestro propio
detrimento. En ese momento, necesitamos que aparezca una visión fascinante del
futuro para que nos pongamos nuevamente en marcha.
Además
de tener claro lo que ganaremos y lo que perderemos según consigamos o no
nuestro objetivo, hay que hacer una previsión de los obstáculos con los que nos
podemos encontrar. Esta previsión es importante porque muchos de los obstáculos
acaban con nuestro esfuerzo simplemente porque no los supimos ver a tiempo o ni
siquiera llegamos a identificarlos.
Posiblemente
la parte más importante del plan para alcanzar los objetivos sea descubrir qué
habilidades nos faltan para sobrepasar los obstáculos, es decir, saber en qué
tenemos que convertirnos y qué tenemos que cambiar en nosotros.
Finalmente,
hay que tener presente que no podemos cambiar nuestra vida de la noche a la
mañana: los grandes cambios son paulatinos. Lo que sí podemos cambiar es la
dirección de nuestra vida. El cambio de rumbo se produce en un instante, aquel
en el que decidimos sinceramente que vamos a conseguir aquello que tanto
deseamos.
En
quién te conviertes.
En
el deporte y otros ámbitos de la vida que se le asemejan, ganar es menos
importante que la capacidad de volver a ganar. Ser victorioso está muy bien,
nos da sensación de euforia y orgullo, todos desean entrevistarnos, lo cual es
agradable y genera una buena dosis de autoestima. Pero la competición tiene una
cosa terrible: a la semana siguiente de cualquier logro, éste ya ha pasado.
Entonces, solo queda la persona en la que nos hemos convertido.
El
objetivo de cualquier equipo no debe ser solamente ganar un partido o un
campeonato, sino merecer ganarlo. Ganar depende de muchos factores, algunos de
los cuales están fuera de nuestro control (lesiones, viajes que no nos permiten
descansar, decisiones de árbitros que nos pueden poner nerviosos, etc.) y puede
ser muy difícil. Pero lo que sí podemos hacer es trabajar cada día para
merecernos ganar ese campeonato y construir un equipo que merezca ser campeón.
Los
entrenadores que protestan continuamente para presionar a los árbitros están
muy equivocados. Lo peor que les puede ocurrir es que realmente les hagan caso,
porque entonces el equipo no utilizará todos los recursos de los que dispone y
estos, por falta de uso, se irán atrofiando.
Los
problemas están precisamente para que nos convirtamos en alguien distinto.
Cuando nos parecen demasiado difíciles es porque nos falta la capacidad para
resolverlos. No deberíamos pedir que sean más fáciles, sino exigirnos
desarrollar la capacidad que nos falta para resolverlos. Cada problema con el
que nos enfrentamos contiene la semilla de nuestro crecimiento y depende de
nosotros cultivarla.
Cómo
trabajar en equipo
Humildad,
generosidad, compromiso y entusiasmo son las verdaderas claves para trabajar en
equipo. Además de un objetivo común, ayudar a los demás cuando estamos bien y
dejarnos ayudar cuando no lo estamos, comprometernos incluso cuando las cosas
ya no son divertidas y contagiar con nuestro entusiasmo a los demás hacen que
un grupo se convierta en un equipo.
Humildad
y generosidad.
Los
integrantes de un equipo necesitan, entre otras cualidades, humildad y
generosidad. Cuando uno de ellos no está lo suficientemente bien, debe ser lo
suficientemente humilde como para reconocerlo y dejarse ayudar. Entre los
jugadores altamente competitivos esto no es nada fácil, ya que su ego los hace
creerse infalibles, creencia que justifican con sus éxitos anteriores.
Paralelamente,
los jugadores que en ese momento están mejor deben ser generosos y ayudar a los
demás pensando en el interés del equipo, sabiendo que el día que ellos no estén
bien, los demás estarán para ayudarlos.
Humildad
para reconocer errores y dejarse ayudar, y generosidad para hacer el trabajo de
los demás cuando haga falta. No es fácil mantener el nivel de rendimiento
siempre al máximo. Todos cometemos errores o sencillamente no llegamos a todo.
Cuando
estamos más en forma debemos ponernos al servicio del equipo y ayudar al más
débil recordando que, de la misma manera que una cadena es tan débil como lo es
su eslabón más débil, el integrante más débil determina la fuerza del equipo.
Por eso el rival siempre busca nuestro punto débil, porque desde él podrá
romper a todo el equipo. Un equipo a veces se comporta como un castillo de
naipes: si tocamos uno, se caen todos. El equilibrio es muy delicado.
Para
mantener el equilibrio, los equipos necesitan objetivos comunes. Aquí, la
solución pasa por diseñar los objetivos del grupo de tal modo que los objetivos
individuales salgan reforzados trabajando en equipo. Los integrantes deben
darse cuenta de que consiguiendo los objetivos del equipo consiguen también los
propios.
Compromiso.
El compromiso
aparece donde la diversión acaba. Competir y estar comprometido cuando se va
ganando es relativamente fácil, pero cuando las cosas se tuercen, los que no
están comprometidos buscan los culpables fuera, aflojan la marcha, dejan de
creer en los objetivos comunes y se refugian en los individuales renunciando a
dar el cien por cien de su capacidad. Como en las relaciones de amistad y de
pareja, el compromiso se demuestra cuando las cosas no funcionan bien.
Entusiasmo.
Un grupo es un
conjunto de individuos, mientras que un equipo es mucho más que la unión de sus
miembros. Es como una cuerda, formada por muchos hilos, cada uno de los cuales
es delgado y frágil, pero cuando se juntan y se tuercen creándola la hacen
mucho más resistente que si fuera una simple unión de los hilos.
Un
equipo ganador se distingue por un aura especial que es esa actitud de
seguridad, entusiasmo, confianza y alegría que comparten todos los integrantes.
Igual que en una persona con éxito, el entusiasmo es una señal de identidad de
un equipo verdadero y de que existe comunión entre sus jugadores.
El
efecto del entusiasmo es la sinergia. Es difícil detectar cuando surge la
sinergia, pero de pronto sucede que un jugador está jugando bien, otro jugador
está jugando bien y los dos están jugando extraordinariamente. Y si de repente
un jugador falla, otro lo ayuda y compensa el error. La sinergia hace que los
errores pasen desapercibidos.
Cuando
un equipo transmite sinergia, el público reacciona. Es como si se disparasen
unos resortes en el inconsciente colectivo. Si un jugador destaca, el público
no reacciona de la misma manera, porque asiste al espectáculo de un genio que
posee una habilidad impensable en la gente común, con la que nadie puede
sentirse identificado. Pero jugar en equipo y darlo todo por él está al alcance
de todo el mundo. Por eso cuando el público ve a un equipo que juega de esta
manera sale del campo con ganas de vivir.
Liderar
y dirigir un equipo.
Cualquier
éxito importante únicamente puede ser alcanzado por un equipo. Por eso, como
líderes, a la vez que nos ponemos un objetivo fascinante, debemos empezar a
contar con la formación de uno o varios equipos para alcanzarlo. Equivocarse en
esto es empezar a fallar desde el principio.
Reclutar
gente A.
El
primer paso para formar un equipo consiste en decidir quién va a integrarlo.
Los criterios para seleccionar ayudantes y jugadores deben ser ligeramente
diferentes entre sí. Tendremos en cuenta que a las personas podemos dividirlas
en tres categorías básicas. Los que no se enteran de lo que ocurre (personas
C), los que sí se enteran pero no hacen nada (personas B) y los que hacen que
ocurran cosas (personas A).
Para
el equipo de ayudantes hay que optar únicamente por gente A: aquellos que
tienen iniciativa, deseo de mejorar profesionalmente, que nos complementan en
nuestras carencias y son proactivos.
Para
el equipo de jugadores lo ideal sería reclutar el máximo de jugadores A, con un
cierto equilibrio de jugadores B, y en ningún caso jugadores C.
A
veces en los equipos de trabajo se aceptan integrantes no por su valía
profesional, sino para darles una oportunidad. Esto es un error. Si queremos
ayudar a alguien más vale ayudarlo directamente que cometer la imprudencia de
integrarlo en un equipo del que esperamos alcanzar la excelencia. Hemos de
buscar A, y tal vez no encontremos todos A y haya algún B, pero lo importante
es formar el equipo con los mejores, lograr los resultados y después poder
ayudar a quienes queramos.
Oro
y platino. Todos
conocemos la regla de oro para tratar a prójimo: trata a los demás como te
gustaría que te tratasen a ti. Sin embargo, este trato no es del todo ideal
porque estamos aplicando nuestro modelo de mundo a los demás. Es necesario
hacer evolucionar esta regla a la “regla de platino”: trata a los demás como
ellos quieren ser tratados.
Con
la regla de oro, los demás nos obedecerán disciplinadamente, pero con la de
platino nos darán su alma, porque se ven tratados con mucho respeto y sienten
mucho más suyos los objetivos. Los resultados de trabajar de una forma u otra
son incomparables.
La
regla de platino exige conocer cuáles son las motivaciones de los demás, qué es
lo que buscan y quieren, para así poder dárselo. Obtener esa información suele
ser más fácil de lo que se piensa, muchas veces basta con preguntar
directamente o dejar que surjan espontáneamente a través de dinámicas de grupo.
Por
lo general, los motivos que casi siempre están presentes tienen que ver con la
seguridad, el disfrute, el sentido de pertenencia, el reconocimiento y
posibilidades de desarrollo personal y profesional. Si queremos un equipo
comprometido, que dé lo mejor de sí todos los días, tenemos que intentar
satisfacer esas motivaciones básicas.
Sin
embargo, no todo es motivación para que un equipo funcione. Es necesario que
exista también un reglamento, que es un conjunto de normas para que todo el
mundo marche al unísono. El objetivo del reglamento no es sancionar, sino
explicitar qué acciones no deben ocurrir y que, por tanto, si ocurren serán
sancionadas, como por ejemplo, llegar tarde o faltar el respeto a un compañero.
El reglamento, además, tiene que ser creado con la participación de los propios
miembros del equipo, para que no sea visto como una herramienta externa de
castigo, sino como las reglas de juego de los mismos jugadores. De esta manera,
la responsabilidad surge espontáneamente.
Liderar
es emocionar.
Solo
hay una manera de influir en las creencias de la gente: acercándolas a
emociones poderosas. Pintar un futuro emocionante y contagiarlo a los miembros
del equipo es la manera más rápida de fusionar las creencias de un colectivo.
Perseverar, afrontar con optimismo el riesgo de un partido difícil y actuar en
cada entrenamiento con el máximo de intensidad solamente es posible si las
creencias de los jugadores se funden colectivamente en la dirección de la
visión del equipo.
La
variable emocional no es un sumatorio más del rendimiento, sino un
multiplicador. Un equipo emocionalmente preparado puede multiplicar su valor.
En el partido de ida de los cuartos de final de Kiel, el equipo de balonmano de
Espar perdió porque en los últimos tres minutos del encuentro una serie de
decisiones llevó a su rival a marcarles cuatro goles consecutivos. Cuando
volvían de Kiel a Hamburgo, estaban todos muy afectados por el resultado. Espar
pensaba que tenía que encontrar alguna manera rápida para salir del hundimiento
que se apoderaba de su equipo. De repente se le ocurrió una idea genial:
intentar levantar el ánimo de su gente con el lema que utilizó el equipo de la
película La fuerza del viento, sobre la competición de regata
de vela de la Copa América. Mandó a todos sus jugadores el siguiente SMS: “Solo
hay una cosa mejor que ganar: tenerlo todo casi perdido y conseguir una
victoria fulminante”. A los cinco minutos, los jugadores empezaron a animarse y
cuando llegaron a Hamburgo todos confiaban en que iban a ganar el siguiente
partido y a pasar la eliminatoria.
Cada
uno de nosotros debe descubrir qué nos motiva. Posiblemente nadie nos lo dé,
pero es seguro que si lo conseguimos nadie va a poder quitárnoslo
.
Autor
Xesco
Espar es
licenciado en Ciencias de la Actividad Física y del Deporte en la Universidad
de Barcelona y máster en Psicología del Aprendizaje por la Universidad Autónoma
de Barcelona. Ha sido profesor del INEFC Barcelona (1991-2004) y entrenador de
balonmano en el F. C. Barcelona de 1985 a 2007. Como entrenador de jugadores
jóvenes, consiguió cuatro campeonatos de España. Como ayudante de entrenador en
el equipo profesional, tres copas de Europa y tres ligas ASOBAL. Y como primer
entrenador del equipo profesional de Balonmano del F. C. Barcelona consiguió la Champions
League de 2005, la liga ASOBAL de 2006 y la copa del rey de 2007.
Actualmente
trabaja en el Futbol Club Barcelona como coordinador de la preparación física
de las secciones profesionales (baloncesto, balonmano, fútbol sala y hockey
patines). Es especialista en planificación deportiva, coaching deportivo,
control emocional y motivación y dirige seminarios transformacionales sobre
control emocional y poder personal.
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