miércoles, 11 de marzo de 2015

JUGAR CON EL CORAZÓN.


por Xesco Espar
Enseñanzas del mundo del deporte para conseguir la excelencia en un equipo
Introducción/


 Desafiar al destino cuando los demás parten con ventaja, eliminar el límite superior de nuestro máximo rendimiento, encarar la vida cuando la excelencia no es suficiente… es posible si atendemos a nuestro corazón: a aquello que queremos y no solo a lo que pensamos.
La cabeza es la que analiza, pero el corazón es el que alberga nuestros deseos más profundos, que son los que realmente nos hacen actuar. Aunque el talento es necesario, aquello que nos hará alcanzar grandes retos tras sobreponernos a los fracasos es el corazón.

Xesco Espar tiene claro que para llegar a la excelencia es necesario formarse; pero, para traspasarla, hay que transformarse: afrontar cada problema como un reto, una forma de crecimiento, un desafío. Con ejemplos extraídos de su experiencia profesional como entrenador de balonmano y de su particular forma de entender la vida, Espar nos muestra que la vida castiga duramente a los que únicamente hablan, fingen o pretenden y, en cambio, colma de recompensas a los que actúan, se transforman y crecen.

 La excelencia no es suficiente.
La excelencia en el deporte no es fácil de conseguir e, incluso, tiene más obstáculos de los que podemos encontrar en otras muchas carreras profesionales. Solemos creer que, porque ganan mucho dinero, los jugadores tienen que ser máquinas perfectas, motivadas y a punto para todo. Sin embargo, estos jugadores son personas como todos, con sus altibajos y sus presiones y distracciones que reclaman su atención.
La excelencia en el deporte solo se consigue entregándonos por completo y con un nivel de autoexigencia máximo. Estar motivado y entregado al máximo en los partidos no es difícil, pero tener ese mismo deseo a la hora de prepararnos es lo que distingue a un buen jugador de un verdadero campeón. La motivación actúa como un multiplicador del rendimiento y la calidad, y la mejora diaria del equipo es el otro factor de la multiplicación.

El acceso al estado de excelencia es muy sencillo. Para alcanzarlo tenemos que trabajar todos los días dando el cien por cien de nosotros mismos en todas las situaciones hasta convertirlo en un hábito. Tenemos que poner el listón muy alto y decir: “De aquí no voy a bajarlo y voy a pasar por encima de él, cada día”. Hace falta que nos centremos en lo más importante y que no aceptemos las múltiples distracciones que nos bombardean a diario.

Ningún rendimiento por debajo del muy bueno es hoy recompensado.
 La relación entre el rendimiento ofrecido y la recompensa obtenida ha cambiado en los tiempos recientes. Lo que tenemos ahora es una competitividad feroz. Hoy en día, ningún rendimiento que no sea excelente es recompensado. Los clubes deportivos, por ejemplo, pueden traer muchos jugadores del extranjero y ello obliga a los nacionales a ser poco menos que excelentes si quieren estar en la máxima liga, ya que la mayoría de estos jugadores son muy buenos.  
En ámbitos altamente competitivos, la excelencia no es siempre suficiente para ser el primero. Si alguno de los participantes parte con ventaja (mayor presupuesto, mejores habilidades, etc.) y rinde siempre a su máximo potencial, va a acabar primero. Optimizando todos sus recursos y entregándose en todos los momentos de la preparación, va a conseguir siempre un rendimiento muy cercano a su máximo y, como parte de esa posición de ventaja, los demás equipos tendrán que conformarse con mirarlo desde abajo.

Romper el límite superior. 
Si partimos de una situación de desventaja jamás debemos resignarnos a ella. Hemos de luchar con todas nuestras armas, especialmente con la imaginación, que en estos casos es la más decisiva.  
Existen tres requisitos que debemos cumplir para romper las barreras de la excelencia. El primero es hacer más caso al corazón que a la cabeza, a lo que queremos que a lo que pensamos. La cabeza es la que procesa información y analiza; el corazón, en cambio, alberga nuestros deseos más profundos, que son los que nos movilizan y nos hacen actuar.
El segundo es centrarnos en nuestros propósitos más profundos. A veces pensamos en ganar más dinero pero esto es tan solo un propósito superficial: lo queremos porque, a un nivel más profundo, nos permite comprarnos una casa, hacer un viaje, etc. A su vez, el motivo más profundo por el que queremos la casa es porque deseamos seguridad para nuestra familia o queremos viajar para sentir nuevas emociones, etc. Nos conviene centrarnos en este tipo de deseos porque son los que nos impulsan a actuar. El movimiento se crea por la emoción y, cuanto más profunda es la emoción, más rápido es el movimiento.

Por último, y antes que nada, lo que tenemos que hacer es crecer. Debemos situar el rendimiento de nuestro mejor día más alto de lo que está ahora. Nuestro máximo nivel actual está determinado por nuestras capacidades actuales, que son, de hecho, el obstáculo para que superemos nuestro máximo nivel. Para que lleguemos a ser un referente, en cualquier ámbito, no es suficiente llegar al máximo de nuestras capacidades, sino desarrollar nuevas.
Si nuestras circunstancias actuales son el punto de referencia para tomar decisiones o plantearnos objetivos, limitamos nuestras posibilidades y nunca seremos más de lo que somos. No nos queda otra opción que creer en lo imposible y lanzarnos al vacío, creer en lo que todavía no tenemos y atrevernos a cambiar nuestras circunstancias. Para llegar a la excelencia hay que formarse, pero para traspasarla hay que transformarse.

Jugar con el corazón
Tanto el talento como el corazón son necesarios para tener un equipo campeón. Para ganar hay que marcar goles, regatear al rival, correr más que él, saltar más alto, etc.; pero, en definitiva, no gana el que marca el gol más bonito sino el que marca más. El talento tiene que desarrollarse en los entrenamientos y, finalmente, mostrarse en el partido una y otra vez.
Cuando los espectadores ven a un jugador capaz de hacer malabarismos con el balón y con habilidades técnicas descomunales, sienten admiración, porque saben que ellos jamás podrán conseguirlo. Pero cuando la gente ve a alguien que entrega su alma en el partido, que lucha, se esfuerza generosamente y no abandona aunque las cosas se pongan feas, entonces se siente identificada con esa persona, porque luchar es algo que está al alcance de todo el mundo.

Jugar con cabeza nos proporciona estrategia y la capacidad de adaptarnos a las situaciones de juego de manera inteligente. Nos permite reaccionar y anticiparnos. Nos facilita la concentración en los elementos importantes del juego. Nos hace ver dónde está flaqueando el rival, etc.
Pero jugar con el corazón nos hace sentirnos especiales. El tiempo desaparece y tenemos la sensación de estar fluyendo. La fatiga desaparece y solamente sentimos pasión por el juego que nos hace fusionarnos con el partido.

Por mucho talento que tengamos, siempre habrá momentos en los que las cosas se tuerzan y no salgan como queremos. En esos momentos surge la incertidumbre y pueden ocurrir dos cosas: que nos bloqueemos, nos aflojemos y perdamos, o que nos sobrepongamos y entremos de nuevo en el partido con más fuerza gracias a nuestro corazón. Talento y corazón son las dos caras de una misma moneda para la grandeza.

Solo se vive una vez. 
Cuando sentimos una pasión muy fuerte, por algún deporte por ejemplo (o cualquier otra actividad), tenemos la sensación de que estamos aprovechando cada instante de la vida. Estamos tan concentrados en lo que hacemos en el momento que el tiempo desaparece y nos sentimos en plenitud.  
Vivir de esta manera es el sueño de la mayoría de los seres humanos. Y aunque muchos no lo consiguen, no es porque esto sea el privilegio de unos pocos afortunados, sino el resultado de saber qué queremos hacer en la vida y tener el coraje y la determinación para hacerlo.
Vivir con pasión es lo contrario a vivir dormido, es vivir despierto. Solamente vivimos una vez y, ya que tenemos la vida, debemos hacer algo con ella. No hemos elegido nacer donde hemos nacido, pero podemos hacer lo que queramos con nuestra vida, darle la forma que más nos guste.

Existen tres clases de personas: las que van como dormidas por la vida y ni se enteran de lo que pasa en la realidad; las que sí se dan cuenta de lo que ocurre; y las que hacen que las cosas ocurran. Estas últimas son la gente intrépida y atrevida que hace que la sociedad se mueva.
Todos nacemos con una esencia que debemos asumir, pero también tenemos la libertad de elegir ser nosotros mismos al máximo o bien quedarnos a medias, es decir, desarrollar o no todo nuestro potencial. Tenemos dos opciones: ser menos de lo que podemos ser y, por consiguiente, no ser lo que podemos ser, o intentarlo todo y, a cambio, vivir una vida más llena y sentirnos realizados.

Escuchar las emociones
Para empezar a ser nosotros mismos, y quienes podemos llegar a ser, es imprescindible conectar con nuestras emociones. Las emociones son lo que mueve el mundo, como bien saben los publicistas, que crean los anuncios basándose en nuestras emociones. La publicidad es efectiva porque toca nuestra fibra, nuestros deseos y miedos que, a su vez, son lo que nos hace actuar.
El mundo se mueve por emociones. De hecho, los dos únicos fenómenos sociales que en la actualidad pueden llegar a congregar a más de cien mil personas son el deporte y la música, dos ámbitos que son pura emoción.

Tomar decisiones emocionalmente no significa eludir nuestra responsabilidad y decidir sin pensar o a ciegas, sino aceptar la responsabilidad todavía mayor de hacernos cargo no solo de lo que podemos hacer sino de lo que queremos hacer. Las decisiones racionales únicamente tienen en cuenta las circunstancias actuales, pero las decisiones emocionales se basan también en lo que visualizamos para nuestro futuro.

El peligro es no arriesga.r
Si hacemos un repaso sincero de todo lo que hemos conseguido en la vida, nos daremos cuenta de que la mayoría de lo que tenemos proviene de las situaciones en que hemos tomado riesgos: cuando nos declaramos a nuestra pareja, cuando cambiamos de trabajo, cuando decidimos hacer un gran viaje, cuando nos enfrentamos al jefe, etc.
Aunque las ventajas de arriesgar son claras, a menudo lo que nos frena a tomar riesgos son el miedo y la necesidad. El miedo a fallar y el miedo a que el esfuerzo no sea suficiente nos atenaza y bloquea. Recordando las veces que han sido criticados, muchos jugadores aprenden a jugar fácil y seguro, de manera que sin cometer fallos tienen un cierto lugar en los equipos. Sin embargo, jamás reciben recompensas y, si alguna vez las tienen como equipo, siempre es gracias a los logros de los demás.

Fallas todos los tiros que no intentas. 
Para ser libre, hay que arriesgar. Sólo el que se atreve a diseñar su futuro y lo persigue es libre. Cuando no arriesgamos, esperamos que otro decida por nosotros y el camino que hacemos es su camino. Al final del camino, todos los honores serán suyos, porque suyos eran el plan y las ganas.  
Los jugadores fallan el cien por cien de los tiros que no intentan. A pesar de que las personas suelen creer que si no intentan nada no pueden fallar, en realidad fallan todas las veces que no se mueven. A veces nos parece que la gente que avasalla a los demás, aquellos que sin miramientos van a la suya, consiguen más cosas que los que son “buenas personas”. Esas personas tienen una cualidad de la que los demás carecen: van a la suya. Y mientras, los demás se quejan de ellos en lugar de actuar. No hay que quedarse pensando en lo que hacen mal los demás, sino que hay que hacer lo bueno que sabemos hacer.

La emoción de la certeza y el coraje poseen una determinada y parecida respuesta fisiológica. Las personas que se sienten seguras de sí mismas y que poseen la fuerza para afrontar riesgos crean esa emoción a partir de los siguientes tres elementos: la postura física, el movimiento que realizan y la manera como centran su pensamiento.
El primero es su postura física: la tensión corporal, los puntos de equilibrio, la posición de la cabeza, la mirada, la sonrisa, etc. Está comprobado que si nos movemos, nos sentimos más seguros que si estamos quietos. Por eso, si dudamos, conviene que nos movamos.
El movimiento es la segunda característica de las personas en posición de certeza. La alegría, la pasión, la celebración son emociones que imprimen movimiento a nuestro cuerpo, mucho más que el aburrimiento o la tristeza.

Finalmente, el tercer parámetro que determina el estado emocional es el enfoque que tiene nuestra mente. Hay que centrar nuestro pensamiento en nuestros puntos fuertes y concentrarnos en pensar en lo que puede ocurrir si acertamos, no si fallamos.

Creer para ver.
Cuando vemos que las cosas pueden ser mejores de lo que son ahora, nos ponemos a trabajar para hacerlas posibles. De ahí la importancia de tener una clara visión del triunfo y de pensar desde la identidad del ganador.
La visión es la descripción detallada de nuestros sueños más intrépidos. La visión se construye armando frases que dibujen un futuro atractivo. Si bien es cierto que hay que ver la realidad tal y como es y ser honesto, también lo es que no hay que verla peor de lo que es.
El siguiente paso para construir la visión es ver las cosas mejor de cómo están en el momento actual. Hay que dibujarla para hacerla visible a todos. Para que sea realmente inspiradora, la visión no puede ser egoísta, ya que sería parcial, y debe incluir a los demás, especialmente a nuestro círculo más próximo (la familia, el público, los clientes, etc.). Para lograr que los demás se abran a nuestra visión, debemos “venderles” una mejor vida, lo cual no significa engañarlos, porque una buena visión lleva definitivamente a lograr la realidad buscada.

Cuando tenemos delante la representación de nuestro escenario ideal, cargado de imágenes brillantes y emociones excitantes, la llama de nuestro interior se enciende y nos ponemos en movimiento. Y cuanto más nítida e intensa sea dicha representación, más nos atraerá hacia su concreción. Cualquier persona haría un esfuerzo extra por conseguir un sueldo de 3000 que para conseguir uno de 300 o uno de 30 000. El de 300 no es suficiente para movernos a actuar y el de 30 000 tampoco motiva porque parece inalcanzable; pero, si vemos la posibilidad de hacer algo para conseguir el de 3000, sin duda lo haremos.
Finalmente, una visión debe hacer crecer a la gente. Una auténtica visión eleva a todos los que la comparten al máximo exponente. Cuando las personas ven que dentro del equipo progresan personalmente y que sus carreras se ven potenciadas, adquieren un nivel de compromiso que hace posibles resultados extraordinarios en un tiempo realmente corto.

Para qué sirve una visión. 
Un avión suele estar fuera del rumbo óptimo durante una gran parte del trayecto. Las corrientes y bolsas de aire con que se encuentra lo desvían multitud de veces, pero gracias a que el piloto automático conoce exactamente las coordenadas de destino, rápidamente se reequilibran todos los parámetros del vuelo para situarlo de nuevo en el rumbo correcto. 
La visión guarda la misma relación con nuestras vidas que el piloto automático con un avión. Una vez hemos decidido cómo queremos exactamente que sea nuestro futuro, por muchos problemas y altibajos que la vida nos plantee, siempre conoceremos nuestro lugar de destino y podremos reorientar nuestras acciones hacia donde queramos realmente ir. Cada vez que tropecemos, nos levantaremos en la dirección correcta.

Cuando el equipo comparte una visión. 
Si consideramos el equipo como una unidad, es fundamental que tenga una visión estimulante y una identidad sólida. Esta visión debe recoger los dos aspectos más importantes del equipo: los referentes a su estilo de juego y —lo más importante— la dimensión emocional que lo hace sentir imbatible. Cuando la identidad del equipo está creada por sus propios integrantes, tiene una potencia descomunal. 
Después del mundial de Túnez, celebrado en 2005, al equipo de balonmano dirigido por Espar le quedaba apenas una semana para volver a integrarse. Para ello, al entrenador se le ocurrió comenzar con un juego. Él y sus ayudantes prepararon un montaje audiovisual de 20 minutos muy provocador y capaz de transmitir un entusiasmo contagioso. El día que los jugadores se sentaron para ver el vídeo, su temperatura emocional empezó a subir minuto a minuto, a medida que se iban reconociendo en las imágenes. Sus rostros reflejaban un estado de alegría y orgullo pocas veces visto. Al terminar la película el entrenador se dirigió a ellos. Les dijo que habían sido capaces de realizar partidos y acciones extraordinarios aquel año, y que lo que habían visto tan solo era una parte de lo que podían hacer. Después los separó en grupos de cuatro o cinco y les pidió que escribieran una lista con las palabras que les vinieran a la mente y que mejor definieran lo que sentían. Una vez escritas las palabras, tendrían que seleccionar las diez con las que más de acuerdo estaban
.
Las palabras más representativas así elegidas fueron estas: corazón, equipo, disciplina, esfuerzo, compromiso, ganar, orgullo, etc. Al día siguiente imprimieron pequeños carteles con esas palabras y los pegaron encima de las taquillas de los jugadores y en diversos lugares del vestuario, para que cada día tuvieran presentes esos momentos y la clase de equipo que eran. Esas palabras representaban la identidad del equipo. Actuaban como resortes que les provocaban a los jugadores un estado emocional intenso, marcado por un fuerte deseo de empezar a jugar y la seguridad de que ganarían.

De esa manera, Espar y los jugadores consiguieron crear una visión e identidad de equipo sólida, que marcaba el rumbo y daba fuerzas y ganas de superar cualquier dificultad para realizar el objetivo de ganar.
Fue a partir de la actividad con los jugadores, en la que ellos tuvieron que escribir las palabras clave, que la visión realmente los movilizó y que Espar pudo definir los objetivos para el equipo. La visión de un equipo o una empresa no se puede crear desde el comité de dirección; para que tenga efecto debe crearse por los propios integrantes del equipo. La visión únicamente actuará como resorte impulsor si surge del corazón de los participantes y estos pueden reconocerse en ella.

La visión no es milagrosa. 
La visión por sí sola es inútil; debe ser tan específica y personal que nos lleve irremediablemente a la acción y no a la contemplación. 
En la visión, lo importante no es el papel con palabras o frases bonitas, sino la emoción que se genera en nuestro sistema nervioso para ponernos a actuar instantáneamente en busca de su realización. Como líderes debemos actuar simultáneamente en dos planos diferentes: el táctico y el estratégico. El primero es el de la gestión del presente, de la situación, y es más reactivo; el segundo requiere que nos anticipemos a las situaciones.

El liderazgo estratégico sirve para desarrollar la visión y el táctico, para afianzar la identidad. Como líderes estratégicos debemos tener en cuenta el futuro más que el presente. Es más importante en quiénes vamos a convertirnos que quiénes somos ahora. Por ello, necesitamos una visión que nos ilumine el futuro.
Como líderes tácticos, debemos mirar más al presente que al futuro. La táctica es inmediata. Para llegar al futuro debemos entrar en acción ahora.

Romper límites.
A veces no nos planteamos objetivos por diversos motivos. No creemos que sirvan para algo, o bien carecemos de método para alcanzarlos o bien porque fallar nos duele. Hacerse ilusiones y no conseguirlo puede habernos hecho sufrir y, para no volver a sufrir, nos infligimos un autosabotaje emocional y acabamos funcionando al ralentí y con miedo. El miedo es, por su parte, el freno más efectivo a la acción. Para evitar el dolor, no nos damos cuenta de que la vulnerabilidad nos da fuerza: cuando nos sentimos vulnerables es que han tocado el centro de nuestro ser, nuestra esencia más profunda, y ahí es donde se genera toda la fuerza emocional. Así que, cada vez que algo nos duela, deberíamos celebrarlo, porque ahí está el punto desde donde podemos renacer.

Una vez hemos definido nuestro objetivo, tenemos que visualizar el trayecto que debemos recorrer para alcanzarlo y dividirlo en etapas, marcando los objetivos de cada una de ellas. Sin embargo, por bien definidos que estuvieran nuestros objetivos o plan, sin la acción constante no lograremos acercarnos a nuestro objetivo.

Para ello, después de plantear un objetivo, tenemos que descubrir los beneficios de conseguirlo, así como lo que podemos perder si no se consigue y lo que se puede perder en el peor de los escenarios en los próximos años. No se trata de saber lo que podemos perder en el camino hacia el logro de nuestro objetivo, sino lo que no tendremos tras haber fracasado en su realización. Hay que atreverse a contestar esta pregunta: ¿cómo será mi vida si no consigo ser lo que quería ser?

Lo que de verdad nos pone en acción es la necesidad de alejarnos del sufrimiento. Por ello terminamos con una relación o dejamos un trabajo cuando la situación se vuelve insoportable. Luego, en la medida en la que nos alejamos del dolor, llegamos a un punto muy peligroso en el que ya no sentimos ni el dolor ni el placer y en el que llegamos a relajarnos demasiado y en nuestro propio detrimento. En ese momento, necesitamos que aparezca una visión fascinante del futuro para que nos pongamos nuevamente en marcha.
Además de tener claro lo que ganaremos y lo que perderemos según consigamos o no nuestro objetivo, hay que hacer una previsión de los obstáculos con los que nos podemos encontrar. Esta previsión es importante porque muchos de los obstáculos acaban con nuestro esfuerzo simplemente porque no los supimos ver a tiempo o ni siquiera llegamos a identificarlos.

Posiblemente la parte más importante del plan para alcanzar los objetivos sea descubrir qué habilidades nos faltan para sobrepasar los obstáculos, es decir, saber en qué tenemos que convertirnos y qué tenemos que cambiar en nosotros.
Finalmente, hay que tener presente que no podemos cambiar nuestra vida de la noche a la mañana: los grandes cambios son paulatinos. Lo que sí podemos cambiar es la dirección de nuestra vida. El cambio de rumbo se produce en un instante, aquel en el que decidimos sinceramente que vamos a conseguir aquello que tanto deseamos.

En quién te conviertes.
En el deporte y otros ámbitos de la vida que se le asemejan, ganar es menos importante que la capacidad de volver a ganar. Ser victorioso está muy bien, nos da sensación de euforia y orgullo, todos desean entrevistarnos, lo cual es agradable y genera una buena dosis de autoestima. Pero la competición tiene una cosa terrible: a la semana siguiente de cualquier logro, éste ya ha pasado. Entonces, solo queda la persona en la que nos hemos convertido. 
El objetivo de cualquier equipo no debe ser solamente ganar un partido o un campeonato, sino merecer ganarlo. Ganar depende de muchos factores, algunos de los cuales están fuera de nuestro control (lesiones, viajes que no nos permiten descansar, decisiones de árbitros que nos pueden poner nerviosos, etc.) y puede ser muy difícil. Pero lo que sí podemos hacer es trabajar cada día para merecernos ganar ese campeonato y construir un equipo que merezca ser campeón.

Los entrenadores que protestan continuamente para presionar a los árbitros están muy equivocados. Lo peor que les puede ocurrir es que realmente les hagan caso, porque entonces el equipo no utilizará todos los recursos de los que dispone y estos, por falta de uso, se irán atrofiando.
Los problemas están precisamente para que nos convirtamos en alguien distinto. Cuando nos parecen demasiado difíciles es porque nos falta la capacidad para resolverlos. No deberíamos pedir que sean más fáciles, sino exigirnos desarrollar la capacidad que nos falta para resolverlos. Cada problema con el que nos enfrentamos contiene la semilla de nuestro crecimiento y depende de nosotros cultivarla.
Cómo trabajar en equipo
Humildad, generosidad, compromiso y entusiasmo son las verdaderas claves para trabajar en equipo. Además de un objetivo común, ayudar a los demás cuando estamos bien y dejarnos ayudar cuando no lo estamos, comprometernos incluso cuando las cosas ya no son divertidas y contagiar con nuestro entusiasmo a los demás hacen que un grupo se convierta en un equipo.

Humildad y generosidad. 
Los integrantes de un equipo necesitan, entre otras cualidades, humildad y generosidad. Cuando uno de ellos no está lo suficientemente bien, debe ser lo suficientemente humilde como para reconocerlo y dejarse ayudar. Entre los jugadores altamente competitivos esto no es nada fácil, ya que su ego los hace creerse infalibles, creencia que justifican con sus éxitos anteriores.  
Paralelamente, los jugadores que en ese momento están mejor deben ser generosos y ayudar a los demás pensando en el interés del equipo, sabiendo que el día que ellos no estén bien, los demás estarán para ayudarlos.

Humildad para reconocer errores y dejarse ayudar, y generosidad para hacer el trabajo de los demás cuando haga falta. No es fácil mantener el nivel de rendimiento siempre al máximo. Todos cometemos errores o sencillamente no llegamos a todo.
Cuando estamos más en forma debemos ponernos al servicio del equipo y ayudar al más débil recordando que, de la misma manera que una cadena es tan débil como lo es su eslabón más débil, el integrante más débil determina la fuerza del equipo. Por eso el rival siempre busca nuestro punto débil, porque desde él podrá romper a todo el equipo. Un equipo a veces se comporta como un castillo de naipes: si tocamos uno, se caen todos. El equilibrio es muy delicado.

Para mantener el equilibrio, los equipos necesitan objetivos comunes. Aquí, la solución pasa por diseñar los objetivos del grupo de tal modo que los objetivos individuales salgan reforzados trabajando en equipo. Los integrantes deben darse cuenta de que consiguiendo los objetivos del equipo consiguen también los propios.

Compromiso. 
El compromiso aparece donde la diversión acaba. Competir y estar comprometido cuando se va ganando es relativamente fácil, pero cuando las cosas se tuercen, los que no están comprometidos buscan los culpables fuera, aflojan la marcha, dejan de creer en los objetivos comunes y se refugian en los individuales renunciando a dar el cien por cien de su capacidad. Como en las relaciones de amistad y de pareja, el compromiso se demuestra cuando las cosas no funcionan bien. 

Entusiasmo. 
Un grupo es un conjunto de individuos, mientras que un equipo es mucho más que la unión de sus miembros. Es como una cuerda, formada por muchos hilos, cada uno de los cuales es delgado y frágil, pero cuando se juntan y se tuercen creándola la hacen mucho más resistente que si fuera una simple unión de los hilos. 
Un equipo ganador se distingue por un aura especial que es esa actitud de seguridad, entusiasmo, confianza y alegría que comparten todos los integrantes. Igual que en una persona con éxito, el entusiasmo es una señal de identidad de un equipo verdadero y de que existe comunión entre sus jugadores.

El efecto del entusiasmo es la sinergia. Es difícil detectar cuando surge la sinergia, pero de pronto sucede que un jugador está jugando bien, otro jugador está jugando bien y los dos están jugando extraordinariamente. Y si de repente un jugador falla, otro lo ayuda y compensa el error. La sinergia hace que los errores pasen desapercibidos.
Cuando un equipo transmite sinergia, el público reacciona. Es como si se disparasen unos resortes en el inconsciente colectivo. Si un jugador destaca, el público no reacciona de la misma manera, porque asiste al espectáculo de un genio que posee una habilidad impensable en la gente común, con la que nadie puede sentirse identificado. Pero jugar en equipo y darlo todo por él está al alcance de todo el mundo. Por eso cuando el público ve a un equipo que juega de esta manera sale del campo con ganas de vivir.

Liderar y dirigir un equipo.
Cualquier éxito importante únicamente puede ser alcanzado por un equipo. Por eso, como líderes, a la vez que nos ponemos un objetivo fascinante, debemos empezar a contar con la formación de uno o varios equipos para alcanzarlo. Equivocarse en esto es empezar a fallar desde el principio.

Reclutar gente A. 
El primer paso para formar un equipo consiste en decidir quién va a integrarlo. Los criterios para seleccionar ayudantes y jugadores deben ser ligeramente diferentes entre sí. Tendremos en cuenta que a las personas podemos dividirlas en tres categorías básicas. Los que no se enteran de lo que ocurre (personas C), los que sí se enteran pero no hacen nada (personas B) y los que hacen que ocurran cosas (personas A). 
Para el equipo de ayudantes hay que optar únicamente por gente A: aquellos que tienen iniciativa, deseo de mejorar profesionalmente, que nos complementan en nuestras carencias y son proactivos.
Para el equipo de jugadores lo ideal sería reclutar el máximo de jugadores A, con un cierto equilibrio de jugadores B, y en ningún caso jugadores C.

A veces en los equipos de trabajo se aceptan integrantes no por su valía profesional, sino para darles una oportunidad. Esto es un error. Si queremos ayudar a alguien más vale ayudarlo directamente que cometer la imprudencia de integrarlo en un equipo del que esperamos alcanzar la excelencia. Hemos de buscar A, y tal vez no encontremos todos A y haya algún B, pero lo importante es formar el equipo con los mejores, lograr los resultados y después poder ayudar a quienes queramos.

Oro y platino. Todos conocemos la regla de oro para tratar a prójimo: trata a los demás como te gustaría que te tratasen a ti. Sin embargo, este trato no es del todo ideal porque estamos aplicando nuestro modelo de mundo a los demás. Es necesario hacer evolucionar esta regla a la “regla de platino”: trata a los demás como ellos quieren ser tratados. 

Con la regla de oro, los demás nos obedecerán disciplinadamente, pero con la de platino nos darán su alma, porque se ven tratados con mucho respeto y sienten mucho más suyos los objetivos. Los resultados de trabajar de una forma u otra son incomparables.

La regla de platino exige conocer cuáles son las motivaciones de los demás, qué es lo que buscan y quieren, para así poder dárselo. Obtener esa información suele ser más fácil de lo que se piensa, muchas veces basta con preguntar directamente o dejar que surjan espontáneamente a través de dinámicas de grupo.
Por lo general, los motivos que casi siempre están presentes tienen que ver con la seguridad, el disfrute, el sentido de pertenencia, el reconocimiento y posibilidades de desarrollo personal y profesional. Si queremos un equipo comprometido, que dé lo mejor de sí todos los días, tenemos que intentar satisfacer esas motivaciones básicas.

Sin embargo, no todo es motivación para que un equipo funcione. Es necesario que exista también un reglamento, que es un conjunto de normas para que todo el mundo marche al unísono. El objetivo del reglamento no es sancionar, sino explicitar qué acciones no deben ocurrir y que, por tanto, si ocurren serán sancionadas, como por ejemplo, llegar tarde o faltar el respeto a un compañero. El reglamento, además, tiene que ser creado con la participación de los propios miembros del equipo, para que no sea visto como una herramienta externa de castigo, sino como las reglas de juego de los mismos jugadores. De esta manera, la responsabilidad surge espontáneamente.

Liderar es emocionar. 
Solo hay una manera de influir en las creencias de la gente: acercándolas a emociones poderosas. Pintar un futuro emocionante y contagiarlo a los miembros del equipo es la manera más rápida de fusionar las creencias de un colectivo. Perseverar, afrontar con optimismo el riesgo de un partido difícil y actuar en cada entrenamiento con el máximo de intensidad solamente es posible si las creencias de los jugadores se funden colectivamente en la dirección de la visión del equipo. 

La variable emocional no es un sumatorio más del rendimiento, sino un multiplicador. Un equipo emocionalmente preparado puede multiplicar su valor. En el partido de ida de los cuartos de final de Kiel, el equipo de balonmano de Espar perdió porque en los últimos tres minutos del encuentro una serie de decisiones llevó a su rival a marcarles cuatro goles consecutivos. Cuando volvían de Kiel a Hamburgo, estaban todos muy afectados por el resultado. Espar pensaba que tenía que encontrar alguna manera rápida para salir del hundimiento que se apoderaba de su equipo. De repente se le ocurrió una idea genial: intentar levantar el ánimo de su gente con el lema que utilizó el equipo de la película La fuerza del viento, sobre la competición de regata de vela de la Copa América. Mandó a todos sus jugadores el siguiente SMS: “Solo hay una cosa mejor que ganar: tenerlo todo casi perdido y conseguir una victoria fulminante”. A los cinco minutos, los jugadores empezaron a animarse y cuando llegaron a Hamburgo todos confiaban en que iban a ganar el siguiente partido y a pasar la eliminatoria.

Cada uno de nosotros debe descubrir qué nos motiva. Posiblemente nadie nos lo dé, pero es seguro que si lo conseguimos nadie va a poder quitárnoslo
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Autor
Xesco Espar es licenciado en Ciencias de la Actividad Física y del Deporte en la Universidad de Barcelona y máster en Psicología del Aprendizaje por la Universidad Autónoma de Barcelona. Ha sido profesor del INEFC Barcelona (1991-2004) y entrenador de balonmano en el F. C. Barcelona de 1985 a 2007. Como entrenador de jugadores jóvenes, consiguió cuatro campeonatos de España. Como ayudante de entrenador en el equipo profesional, tres copas de Europa y tres ligas ASOBAL. Y como primer entrenador del equipo profesional de Balonmano del F. C. Barcelona consiguió la Champions League de 2005, la liga ASOBAL de 2006 y la copa del rey de 2007.
Actualmente trabaja en el Futbol Club Barcelona como coordinador de la preparación física de las secciones profesionales (baloncesto, balonmano, fútbol sala y hockey patines). Es especialista en planificación deportiva, coaching deportivo, control emocional y motivación y dirige seminarios transformacionales sobre control emocional y poder personal.


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