Sin su
filosofía no se entienden sus ficciones
FERNANDO
SAVATER 7
Albert Camus
en 1947. / HENRI CARTIER-BRESSON (MAGNUM PHOTOS/CONTACTO)
¿Camus,
filósofo? En todo caso “un filósofo para alumnos de bachillerato”, se burlaron
en su día los detractores. Hoy sigue siendo la opinión de no pocos académicos.
En efecto, como señaló Sartre desde la primera hora (ni siquiera se conocían
personalmente aún) “Camus pone cierta coquetería en citar textos de Jaspers, de
Heidegger, de Kierkegaard, que por otra parte no siempre parece entender bien”.
¡Tocado! En “El mito de Sísifo”, añado yo, repite el tópico de un Schopenhauer
indecente predicando el suicidio ante una mesa bien servida: pues bien,
Schopenhauer no recomendó el suicidio, todo lo contrario.
Ese tipo de
erudición no es lo suyo, lo cual no le descarta como pensador como aclara el
propio Sartre de los buenos tiempos: “Sus verdaderos maestros son otros: el
contorno de sus razonamientos, la claridad de sus ideas, el corte de su estilo
de ensayista y un cierto tipo de siniestro solar, ordenado, ceremonioso y
desolado, todo anuncia un clásico, un mediterráneo”.
Más tarde
también Czeslaw Milosz, que le estaba agradecido por ser uno de los poquísimos
intelectuales que le acogió bien cuando huyó del comunismo, le defendió contra
la acusación común de que carecía de doctorado filosófico: “Pero, en primer
lugar, ¿qué se entiende por filosofía? Para algunos, como Camus, la filosofía
exige una alimentación casi carnal y se rehúsan a hablar de las cosas que no
tocan por sí mismos”.
¿Por
qué escribes novelas o dramas teatrales?”, pregunta la filosofía; y Camus
responde: “Para vivirte mejor…
Entonces ¿era
o no era filósofo? Digamos que fue un espontáneo que saltó al ruedo de la
filosofía sin llevar nada más que su hambre vital de voyou argelino y la
vergüenza torera de no aceptar una existencia irreflexiva. El capote con que
dio sus primeros pases en esa faena improvisada (“El mito de Sísifo”) fue el absurdo,
mucho más que una palabra y algo menos que un concepto. El absurdo no es el
sinsentido del mundo, sino la falta de sentido en un mundo que nosotros –los
inventores y huérfanos del sentido- reclamamos que lo tenga: “El hombre se
encuentra ante lo irracional. Siente en sí mismo su deseo de felicidad y de
razón. El absurdo nace de esa confrontación entre la llamada humana y el
silencio sin razones del mundo”.
El absurdo no
es un dato elemental sino un divorcio: la demanda de los hombres y la callada
por respuesta del universo, un amor imposible. La peculiaridad del absurdo es
que deja der serlo si lo aceptamos como tal: es un pensamiento inaceptable y
sólo si no lo aceptamos, si nos sublevamos contra él, podemos pensarlo. No es
una idea, ni mucho menos una doctrina, ni siquiera algo que pueda explicarse en
el aula, como las categorías de Aristóteles o la dialéctica trascendental de
Kant. El absurdo… ¡eso hay que vivirlo! Tal como decimos de otros
padecimientos.
Por eso se
presta mejor a la narración que al tratado. Pero se equivocan quienes expulsan
a Camus del jardín de la filosofía, porque sin la filosofía no se entienden ni
se justifican sus ficciones, que son el modo que utiliza para hacerla
comprensible. “¿Por qué escribes novelas o dramas teatrales?”, pregunta la
filosofía; y Camus responde: “Para vivirte mejor…”.
Intelectualmente
el absurdo es un callejón sin salida aunque la vida consiste precisamente en
hacer como si la tuviera. El muro que nos cierra el paso es infranqueable, pero
nosotros pintamos voluntariosamente una puerta en él y la puerta se abre…o al
menos nos permite imaginar que se abre y salimos por ella. De esa puerta
pintada en el muro de la realidad, imposible pero irrenunciable, es de lo que habla
“El hombre rebelde”, donde por segunda vez el espontáneo Camus se echa al ruedo
de la filosofía.
La primera
faena se la perdonaron como una manifestación de simpática inexperiencia, pero
por esta otra ya fue seriamente sancionado por los comisarios de la plaza. “Me
rebelo, luego somos”: ¿habrase visto mayor atrevimiento? Sublevarse entonces no
es una consecuencia histórica de la solidaridad, sino que la solidaridad nace a
partir de la individualidad que se subleva por impulso metafísico.
El ser humano
se rebela y al hacerlo descubre la humanidad que le vincula a los demás. Los
dogmáticos de la revolución comprendieron que ésta, violenta y totalitaria,
forma parte del muro de la realidad contra el que se insurge el rebelde. “Los
hombres mueren y no son felices”, resume Calígula. Pero cada hombre puede
rebelarse contra lo que impone la muerte y la infelicidad, descubriendo así su
camaradería con los demás. Y esa rebelión no es simple grandilocuencia, sino
búsqueda de soluciones políticas, es decir, contra el estado de guerra que
exige mantenerse en el odio.
Para Camus,
la democracia –despreciada por los revolucionarios y por Sartre- tiene el gran
mérito de solicitar modestia: nadie puede zanjarlo todo por sí
mismo, hace falta el consejo de otros y el acuerdo. Rebelarse contra la
infelicidad del terror exige evitar el absolutismo decapitador de los
principios y a menudo atenerse a los matices, a las medias tintas: ¡qué bien
comprendemos hoy, tras las contradicciones de las primaveras árabes, la actitud
tentativa y fluctuante de Camus ante el conflicto de Argelia a finales de los
años cincuenta!
En Youtube
puede verse una breve filmación de Albert Camus en la que, con una sonrisa y
aire de pillo, finge ante la cámara muletazos sin toro ni muleta. Es un espontáneo,
el maletilla que aspira a la gloria. O que ya la conoce: “Comprendo aquí lo que
se llama gloria: el derecho de amar sin medida” (Bodas).
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