El técnico, con alma de minero y muy desconfiado, se ha
apoyado en su equipo para controlar los egos del vestuario
LUIS MARTÍN/ Barcelona.
Luis Enrique Martínez saltó del banquillo y se abrazó a
Unzue, pero se escondió pronto en el vestuario. “Prefiero las celebraciones
íntimas y tranquilas” dijo tras su primer título de Liga. Siempre fue un tipo
particular, desagradable en el trato porque nunca quiso ser simpático y
exigente como nadie, empezando por sí mismo, desde que era futbolista. Ayer lo
primero que hizo fue acordarse de la afición: “Hemos hecho felices a mucha
gente y con eso me quedo”.
Exultante, buscó más abrazos entre su cuerpo técnico que con
los jugadores, con los que siempre ha mantenido distancias. “¿Le recuerdas de
jugador? Pues igual pero a lo bestia”, dicen los que le han visto trabajar en
el búnker de la ciudad deportiva y los que le vieron defender a la plantilla en
el Camp Nou ante Robson o Van Gaal. “No ha pedido ayuda, no se ha casado con
nadie”, dicen. No le ha ido mal. “Ha hecho una gran temporada”, le reconoció
ayer Bartomeu, el presidente”. “No debo juzgarme. Hemos vivido una situación
especial, con muchos cambios, sabiendo que no era un año de transición sino que
teníamos que ganar”, concluyó el entrenador.
Rodearse de “los mejores”
Desconfiado y tremendamente trabajador, el técnico asturiano
presume de haberse apoyado en un grupo excelente de colaboradores. “La gran virtud
que tengo, y alguna tengo, es la de saber rodearme de los mejores”. Empezando
por Unzue, que fue portero azulgrana y formó parte del cuerpo técnico en la
época de Guardiola. “Si no es por él, muerde”, aseguran. Por él y por su
psicólogo Joaquín Valdés, con el que Messi se las tuvo en su día y que sólo ha
tenido especial relación con Luis Suárez y con Vermaelen. El equipo ha hecho
mucho más caso al preparador físico, Rafael Pol, que siempre tuvo al plantel en
forma.
Pero Valdés acude a las ruedas de prensa del técnico, tal vez para
aconsejarle en sus relaciones sociales.
En el vestuario, se maneja solo. Para mal y para bien.
Cuentan que siempre se mantuvo distante de la plantilla, aunque contó con el
apoyo de Bravo, Rakitick y Rafinha, dando voz a los jóvenes, y también con los
catalanes, encabezados por Xavi, que calmaron a Messi cuando se enfadó. Dos
momentos puntuales definen el año de Luis Enrique: el mosqueo con el argentino
después de Navidad, tras el partido en Anoeta, y la bronca con Neymar en
Sevilla, el 11 de abril, cuando le sustituyó y el delantero le montó una
bronca. Y no era la primera vez. Con Messi prefirió recular después de echarle
un primer pulso del que salió tocado. A Neymar le reclamó que se disculpara
ante sus compañeros; lo hizo al día siguiente
.
“Es un casta, alma de minero”, dicen los que trabajan con él
y se atreven a hablar. “No se fía ni de su sombra”, se disculpan. Y en esas,
obra en consecuencia. “Sabe que si debe morir, lo hará con sus ideas”. No ha
muerto, al contrario, ha ganado con su gente, con su idea y con la sensación de
que desde que echaron a Zubi solo contaba con ellos, con su equipo. Y con
Messi, claro.
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