Enrique Pezzoni, hombre de letras.
Introducción a El texto y sus voces (Enrique
Pezzoni).
…establecer con el texto del escritor una relación a la vez
recreativa y rival. Es una afinidad supremamente activa, de colaboración pero
también de pugna, cuyo cumplimiento lógico, si no real, es un “texto que
responde”.
George Steiner.
George Steiner.
La crítica literaria: biografía, autobiografía. Biografía de
la literatura. El crítico (como todolector: un crítico es un lector
autorreflexivo: fruición y desasosiego) no describe el modo de ser de un texto
como si fuera el de una existencia ajena o inmune a su modo de percibirla. El
crítico recorta, ordena, de algún modo decide los sentidos del texto. Sentido =
significado. Pero como modo particular de entender y como lo define la
geometría: manera de apreciar una dirección desde un determinado punto a otro.
Desde el crítico (desde sus lecturas, desde las relaciones que establece con el
contexto, desde los métodos o los modelos teóricos a que está unido, desde su
voluntad de trascenderlos) hasta el texto.
El crítico oye las voces del texto,
elige unas a expensas de otras, las une por simpatías y diferencias a las que
oye surgir de otros textos. Ese concierto que organiza es una literatura
(de un momento, de un espacio) y también es la literatura.
El crítico compone la biografía de la literatura, que es su
autobiografía. Historia de sus modos de acceso, cartografía de los rumbos que
lo llevan a encontrar/producir el sentido. Revelar y ser revelado. Desplegar el
juego de las creencias, las convicciones, los modos de percibir. Ser en y por
el texto.
He reunido algunos de los artículos y notas escritos a lo largo de más de treinta años. Lecturas hechas en la revista Sur, en ámbitos universitarios (el Instituto del Profesorado, la Facultad de Filosofía y Letras, universidades extranjeras), en otras revistas literarias o académicas, ocasionalmente en periódicos. Espacios de afinidades y desacuerdos, de afectos entrañables (personales, literarios) y disidencias vehementes. Ofrezco al lector (mi cómplice, y también al otro, tan diferente de mí que me hace ilusionar con que tengo un perfil propio) estos conatos de biografía y autobiografía literarias.
A veinte años de la muerte, se reedita su libro El
texto y sus voces (Eterna Cadencia). El prólogo, que anticipamos,
retrata de modo preciso a quien sigue siendo uno de los críticos literarios más
personales y destacados del país.
Enrique Pezzoni se llevaba bien, podía apreciarse, con la
época en que le tocó vivir. La moda y los cambios, sin gratificarlo en demasía,
lo habían beneficiado. Ser un hombre de treinta en los sesenta lo premiaba con
una madurez satisfactoria; no estaba en una relación de idolatría con las
zonceras extremadamente jóvenes -las travesuras lerdas de una vanguardia
recidiva-, ni de sumisión con los sermones y moradas de la izquierda chic.
Alguna vez me contó que a la edad de la poesía había escrito versos, unos
dísticos morales que recordaban a Pope, y que deben de haberlo asaltado cuando
tradujo Lolita: "The moral sense in mortals is the duty/ We have to pay on
mortal sense of beauty" ("El sentido moral de los mortales es la
deuda ilesa/ que pagar debemos con el sentido mortal de la belleza").
Alguna vez me contó que su padre era socialista. No era hombre de confidencias
sino de anécdotas, y las anécdotas, invariablemente, pertenecen a los otros.
Cuando lo conocí, a comienzos de los ochenta, la leyenda que
lo precedía mezclaba episodios de su vida de editor, de traductor y de
académico. Sin libros todavía, era el epítome del "hombre de letras".
El hombre de letras es la presencia más civilizada e
influyente de una sociedad. Como
dice John Gross en The Rise and Fall of the Man of Letters:
La crítica sigue siendo la más miscelánea, la más
defectuosamente definida de las ocupaciones. A cada rato es susceptible de
estar dándole curso a otra cosa: historia o política, psicología o ética,
autobiografía o chismes. En un mundo que privilegia a expertos y especialistas,
esto significa que el crítico a menudo es pasible de ser desacreditado como
diletante o rechazado como mero transeúnte sin destino. Pero si este estatus
incierto le otorga una desventaja, hace posible, en términos ideales, la
dimensión y el alcance que son su justificación última. En este sentido al
menos, por arcaico que parezca en otros, la idea del hombre de letras tiene
lugar en cualquiera de las tradiciones literarias más saludables.
La carrera de crítico de Enrique Pezzoni es singular,
sintomática. Alumno de la Escuela Normal de Profesores Mariano Acosta, alumno
en el profesorado de Lenguas Vivas de María Rosa Lida y Raimundo Lida,
paradigma de dicción para Bertil Malmberg, talento precoz dentro del grupo de
la revista Sur y luego asesor literario de la Editorial Sudamericana (cuando el
título de éditor, con acento en la primera sílaba, todavía no se usaba),
Profesor Titular de Teoría y Análisis Literario y Director del Departamento de
Letras de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.
Va dejando un reguero disperso de ejemplos admirables: las traducciones y las
notas incisivas, elegantes, en las que se advierte ya la dimensión y el gusto y
las sospechas de un nuevo estilo. Como dice en "Giulio Cesare en el
Odeón", publicada en 1954 en Sur y dedicada a su amigo Pancho Murature,
incluida en este libro:
Los decorados de Christian Bérard procuran concentrar la
atención; los trajes de Phèdre, o de Bérénice, o de Célimène recuerdan muy de
cerca los éxitos de Jacques Fath o de Dior o de Balenciaga; la dicción misma de
los actores, sus actitudes, sus peculiaridades quieren recomendarse por sí
solas... Una representación que propone tantas perfecciones simultáneas es
sospechosa: si alude a sus recursos, por admirables que sean, ya antes de que
la emoción ceda a la lucidez crítica su imperio, es quizá porque la emoción no
llega a producirse.
Reconocimiento del recurso y recelo del despilfarro. La
versión fugaz de la moda -de las firmas de la moda, de las marcas- como una
familiaridad, no como un desaire. (En su traducción de Lolita, Enrique Pezzoni
canjea "reconocimiento" por "anagnórisis". Extracción
solícita y culterana de la retórica clásica que hace más adecuada, más propia,
la voz del narrador -Humbert Humbert- en español).
En los tempranos setenta había que tener el oído aguzado
para oír la voz de Enrique Pezzoni, pero si uno prestaba atención suficiente,
se oía. Fue en el diario Clarín donde leí una reseña de él sobre los tres o
cuatro libros que adelantaban el futuro de la literatura argentina. Sin
sarcasmos ni suficiencia, hacía tábula rasa de los comedimientos con los que se
solía atender esta clase de reclamos, y con una certera velocidad de cronista
avezado acertaba en el blanco: encontraba la clave -o llave- con que cada uno
de esos libros abriría en adelante una puerta narrativa. En la foto, Enrique
Pezzoni posaba con elegancia extranjera. La corbata parecía destacar una nota
de atrevimiento inimitable dentro de un reino de tonos neutros o mansos, de
críticos grises sin presencia de ánimo para ahuyentar ni convocar lectores.
Por fecha de nacimiento, Enrique Pezzoni pertenece a una
generación de críticos, artistas y lectores que dio vuelta la literatura. Sus
contemporáneos españoles, por ejemplo, Jaime Gil de Biedma y Gabriel Ferrater,
cambiaron el curso y el pulso literario; gracias a ellos pasamos a descifrar
los cuerpos textuales de los que tan ávida estaba la (por entonces) nueva
crítica francesa.
Aunque no fui su alumno en un sentido estricto ni
institucional, lo debo de haber sido en todos los otros sin mérito, ya que el
magisterio de Enrique Pezzoni pasaba por alto cualquier regateo intelectual. Su
elocuencia y genio pedagógico exigen el concurso de nuestro poder de
observación y la más esforzada prosa descriptiva. En las presentaciones de
libros o en las exposiciones de cosas que había leído o le habían ocurrido,
Enrique Pezzoni daba muestras de una locuacidad inspirada, como si el lenguaje,
que en los demás mortales habita en las áreas de Broca y de Wernicke,
desbordara en su caso cualquier limitada locación cerebral. Enrique Pezzoni
podía dedicarles a los detalles de una conversación la capacidad de análisis
que le reclamaban Borges o Felisberto Hernández, y convertir una pregunta o una
respuesta pronunciada con inocencia e ingenuidad en estribillo de su canción o
de su letanía. En una reunión se convirtió a sí mismo en Mansilla, ligeramente
irónico y dictatorial, mientras un elenco de caciquejos -yo, entre ellos-
tratábamos de persuadirlo con baratijas efusivas o eufuistas del talento de una
hoy olvidada mediocridad.
En otra, persuadió a los invitados de corregir el
nivel de excelencia de los traductores de acuerdo con un chart de cantantes.
¿Quién de los que nombrábamos estaba a la altura de Fischer Dieskau? Todo eso
sin violencia, con una energía que parecía la suma de sus múltiples y diversas
pasiones, mientras entre sus dedos índice y medio se consumía el cigarrillo
irrenunciable y, de acuerdo con la hipálage borgeana, pensativo, víctima de dos
tensiones vehementes, la del pensamiento y la de la dicción. Las pruebas
materiales: del lado de la voz, el filtro mordido, mordisqueado por la ansiedad
oral de un caníbal literario; del otro, en equilibrio, la estatura creciente de
la ceniza, como una precaria, increíble columna de tiempo horizontal.
Enrique Pezzoni fue además el gran animador y encubridor de
la literatura argentina, a la que trató con una modestia incalculable, como si
la importante fuera ella. En El texto y sus voces basta leer "Transgresión
y normalización en la literatura argentina contemporánea" (1970), un
ensayo escrito poco antes del artículo de Clarín que mencioné, para advertir la
curiosidad y la agudeza de sus observaciones en un campo que permaneció
desolado durante más de una década y media.
Ya escribí que en estas tierras la tarea de un crítico se
parece menos a la de un escriba que a la de un agrimensor o un geómetra, porque
consiste en guardar las apariencias y salvar las distancias. Debe trabajar así
en su planisferio como si los lugares fueran ciertos y las distancias exactas.
Enrique Pezzoni debió adecuarse a una agitación literaria que no se dejaba
explicar ni por los equilibrismos de Barthes y Genette ni por los pasos bien
temperados de Northrop Frye y Harold Bloom.
Uno de los poetas traducidos por Enrique Pezzoni (no fueron
muchos, aunque tradujo a esa poeta inmensa a su pesar, Djuna Barnes), T. S.
Eliot, interrogado acerca de su método crítico, contestó: "El único método
consiste en ser muy inteligente". Ahora bien, en el caso de Enrique
Pezzoni, y descartada la coincidencia con la respuesta eliotiana, no es fácil
desmadejar el talento del método, porque el traductor, el crítico y el pedagogo
operaban en simultaneidad, con una eficacia única, aunque no siempre del mismo
modo.
En cualquier caso, lo que puede apreciarse primero en
Enrique Pezzoni es "el oficio", que le otorgaba de inmediato una
engañosa facilidad.
"El oficio" era esa distancia -aloofness-
profesional, una estrategia ofensiva a la vez que defensiva: las cosas podían
hacerse bien (tal como pedían los pigmeos antropológicos sin arrogarse una
cultura) y el contacto, contacto extremo con el material, la materia que exigía
tratamiento.
Magia y cirugía, sí, como en Lachenmann. El comercio con la
cultura y con la educación, abstracciones antagónicas, había obrado en él, al
contrario que con los demás, una simpatía extrema por las obligaciones
culturales y las educativas, por los artefactos de la alta cultura o los
mamarrachos de la industria. Inmediatamente les daba el tratamiento que
correspondía.
Se advierte en las traducciones: algo le permitía a Enrique
Pezzoni moverse en y entre registros y estilos muy diferentes. Cualquiera queda
maravillado (para ceñirnos a un solo idioma) de cómo el traductor pasaba de la
liviana pereza aliterativa de Donleavy al rigor hipnótico de Vladimir Nabokov,
sin omitir el cerrado régimen casi dialectal de Baldwin, como si esas
identidades pudieran reconocerse de inmediato, y de inmediato se encontraran
también las equivalencias. Tal destreza tiene que ver con otro ejercicio que
Enrique Pezzoni practicaba restándole cualquier atisbo de superstición: la
clarividencia.
La clarividencia era alcanzada sin ningún esfuerzo para
guiarnos, de acuerdo con la definición de uno de sus poetas fetiches, "en
la letra, ambigua selva". Tal vez la frecuentación de Borges en ambos
-Girri y Pezzoni- produjera esa claridad argumentativa tan admirable para la
crítica. Es lógico que Enrique Pezzoni acusara con ternura a Borges de
hiperdidacta.
Los libros narrativos de Borges son incluso exposiciones
didácticas más impresionantes que los libros de ensayos. Con prodigalidad,
Ficciones depara una lección muy bien ejemplificada de apocrificidad,
intertextualidad e idealismo inglés (Berkeley y Hume) en "Tlön, Uqbar,
Orbis Tertius", de magisterio y repertorio temático en "Tema del
traidor y del héroe".
En fecha tan temprana como 1952, Enrique Pezzoni advertía ya
sobre Borges (como se lee en uno de los ensayos de este libro):
Claudicaciones aparentes: su designio es que por primera vez
sintamos bien de cerca aquel asombro suyo, aquella radical emoción de su yo en
el mundo, que su literatura ha superado sin cesar. Eso nos da el poder de
intuir la magnitud de su mundo: un mundo tan seguro de su propia firmeza que nos
deja palpar el barro elemental de que está hecho.
En eso, los lectores argentinos corríamos con cierto
handicap en relación con los españoles. Esta relación de ventaja supimos
aprovecharla gracias a Enrique, aunque una prueba de su superioridad como
crítico fueran el desinterés y la magnanimidad.
El vuelo y la imaginación de Enrique Pezzoni corrieron
parejos con su curiosidad y su reconocimiento intelectual, que a menudo, sin
atenuar el rigor, se convertía en un afecto (como en los casos de Sylvia
Molloy, Josefina Ludmer, Francis Korn, Tamara Kamenszain, Luis Gusmán y Jorge
Panesi).
A la clarividencia de Enrique Pezzoni como crítico sucedía
una petición de principios. Solía utilizar esa misma petición incluso para
escribir una contratapa. Se trataba de "encontrar el cuentito".
"Encontrar el cuentito" era todo un desafío. Había
que descifrar en cualquier conjunto o fragmento las series que aceptaban mejor
un tratamiento narrativo. Confrontarlas, compararlas, desarrollarlas. Así, un
poema de César Vallejo o uno de Theodore Roethke daban resultados en apariencia
sorprendentes, "y se dejaban contar" con fidelidad relativa como una
profecía esquiva acerca de los dolores fortuitos que nos acechan el día de
nuestra muerte, o como la clasificación que merece nuestro esqueleto cuando se
cataloga la enciclopedia de las epidermis humanas.
"El cuentito", de cualquier manera, no era una
perífrasis ni una reducción. Era un cuento crítico y fidedigno, que el lector
debía seguir para obtener tal vez una interpretación y continuar su busca. La
busca del lector persuadió todos los pasos de Enrique Pezzoni como escritor y
como crítico. De modo que uno puede considerar sus dos libros publicados como
"novelas de pesquisa crítica". Como el método del traductor, el del
crítico es de una abrumadora riqueza y fluidez.
Llevado al extremo, producía su propia catástrofe, su propia
irrisión. Y así una vez Enrique Pezzoni tuvo que asombrarse del asombro
admirativo que le proporcionaba a un autor no saber, después de haber
despachado tres crispados cuentos, que había escrito una serena y unitaria
novela.
El texto y sus voces, el único libro que Enrique Pezzoni
publicara en vida, es el lugar ideal para encontrarlo. El sentido del pasado
como recaudo de cierta vivacidad tradicional -Wilde, Arlt, Borges-, el sentido
del presente como intensidad y proyección -Borges, Bioy, Marechal, Cortázar,
Viñas-, la poesía -el poema- como operación extrema del lenguaje para
conquistar esa franja que ensombrecen por igual la literatura y la vida.
Encontrarlo: oír su voz. Oír una voz afable, histriónica, atrevida, sabia.
Sentarnos a oír ahora que todo lo importante y lo bello y lo extraño parecen no
tener identidad para quedarse. .
Por Luis Chitarroni
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