LILLO,
MENOTTI Y EL INIESTA IDEALIZADO
Por Alberto Egea
Escuchas
ambas posturas y cuesta creer que estén hablando de la misma figura, hasta que
caes en que no están hablando de lo mismo. A nadie se le escapa que Iniesta ha
ido perdiendo impacto en el juego de un tiempo a esta parte, que su
productividad ha decaído y que desde que las lesiones entorpecieran su
continuidad en la última temporada de Guardiola en Barcelona solo entre octubre
y febrero de la temporada de Tito Vilanova pudimos ver un Iniesta que fuera
Iniesta todos los días. La vara de medir su rendimiento nunca fueron las cifras
–ni en sus mejores épocas fue un goleador o un gran asistente–, sino su
incidencia en el juego en lo que Van Gaal denominaba la segunda y la tercera de
las cuatro fases del ataque organizado –circulación de balón para encontrar
pases que batieran líneas rivales y creatividad en el último cuarto de campo–,
previas a la ejecución –último pase y definición–. Iniesta, bandera del juego
de posición, se fue destiñendo así como el Barça se fue alejando de este estilo
que ha definido cada éxito suyo desde que Cruyff fundiera en uno el qué y el
cómo como (bendito) lastre para competir. Tras cuatro meses de bandazos, el
Barça ha roto a jugar dentro de un estilo donde Iniesta no se reconoce. Se ha
sacrificado el control, la paciencia y la elaboración segura edificada en la
acumulación de pases en pro de las transiciones frenéticas, promoviendo esa
esquizofrenia donde las tres bestias de arriba encuentran el paraíso. Los
centrocampistas, principio y final del equipo durante tantos años, quedan a
disposición de Messi y Neymar en ataque y expuestos en defensa, víctimas de un
estilo para el que Busquets, Xavi o Iniesta nunca fueron adoctrinados.
En
este contexto, choca leer una entrevista a Juanma Lillo y seguir encontrando en
pleno 2015 aquello de que prefiere a Iniesta antes que a Messi, discurso tan
defendido por el sector más romántico –Menotti, Cappa o Riquelme, entre tantos–
hace un lustro. El que rechaza conocer el personaje se queda con el titular y
lo utiliza para alimentar el injusto linchamiento al que se ha visto sometido
Juanma Lillo en este país, que no sabe lo que se pierde. Su pasión desmedida
por el fútbol, entendido solo desde el protagonismo con balón como vínculo
asociativo sobre el que hacer fuerte al colectivo, le ha definido de la misma
forma en el éxito y en el fracaso. Lillo saltó a la fama a mediados de los años
90 ascendiendo al Salamanca de 2ªB a primera en dos temporadas consecutivas y
jugando un fútbol extraordinario, la misma proeza que ha dado a conocer al gran
público a Gaizka Garitano.
A
partir de ahí, salvo en su fugaz estancia en Zaragoza –fue destituido a los 24
días de iniciarse la temporada–, se encontró en la élite con equipos
necesitados sin tiempo material para desarrollar el proyecto de implantar la
filosofía que domina, la cual exige una técnica, una asimilación de
automatismos en la circulación de balón y en los movimientos sin él y una
adquisición de conceptos –defensa adelantada, portero que domine el juego de
pies y la anticipación en la protección de la espalda de su zaga, presión
ordenada e intensa tras pérdida, etc.– que requieren de un margen temporal que
la concepción social (el aficionado es impaciente y los medios renuncian a
esperar prudentemente prefiriendo emitir valoraciones precipitadas sin
perspectiva), el formato de competición y el reparto económico de los derechos
televisivos (el descenso de categoría es una ruina económica) no conceden.
Lillo aceptó banquillos de clubes en situación desesperada, sometidos a una
presión que es veneno para una estilo que tiene arraigado el riesgo extremo y
que arrastra el error y el castigo consecuente –las pérdidas sacando el balón
jugado y las acontecidas en campo contrario con una defensa tan adelantada se
pagan en forma de ocasiones manifiestas en este proceso de aprendizaje– como precio
a pagar en el trayecto hacia la interiorización de dicha filosofía. La
complejidad de su discurso y el empleo de un lenguaje extremadamente culto
quizá pudo dificultar que su mensaje calara dentro de según qué vestuarios,
algo que unido al dogmatismo de una propuesta poco flexible, y difícil de
adaptar a plantillas que no tengan cierto nivel técnico, ha dejado una carrera
que, con sus luces y sus sombras, reúne unos resultados como entrenador muy por
debajo de su legado como maestro.
Porque
aunque a veces lo olvidemos, saber entrenar (liderar un grupo, convencer,
transmitir la idea que se quiere llevar a cabo…) y saber de fútbol son dos
disciplinas distintas. Pocos en España han sabido explicar el juego de posición
como Lillo, que lo ha estudiado y desarrollado profundamente –purista hasta el
extremo–, y su opinión sienta cátedra en todo lo que rodea a esta forma de
comprender el juego. El técnico tolosarra entiende ataque y defensa como un
todo en el que el colectivo se aúna para recuperar el balón y progresa junto
con él cuando lo consigue, siendo Andrés Iniesta paradigma perfecto de este
fútbol combinativo que pide jugadores de técnica exquisita y movimientos
automatizados que multipliquen las opciones de sus compañeros.
Esta
forma de aupar a Iniesta por encima de Messi, refiriéndose al de Fuentealbilla
como si fuera el mismo ahora que en la era de Guardiola, suspendiendo en el
tiempo su época de plenitud, más que una opinión categórica es una forma de
resaltar el fútbol como un deporte solidario en el que el todo es más que la
suma de las partes. Y también es un valioso mensaje a modo de fábula para el
fútbol formativo. La idealización de Iniesta como icono de un deporte colectivo
al que la sociedad insiste en individualizar de forma forzada con balones de
oro y otras porquerías en su ansía de encontrar héroes donde –como decía
Bielsa– no se necesitan, deja una moraleja que, la verdad, no puede ser más
sana. Y no quiere decir con esto que Lillo no reconozca a Messi como un jugador
de equipo, pero la realidad de cualquier chaval es más identificable a la de
Iniesta que a la del argentino, cuyo talento es un milagro que surge cada
mucho.
La
misma torpeza que comete el que no intenta empatizar con las ideas de Lillo
para comprenderlas, eligiendo frases aisladas de sus charlas para
descontextualizarlas y ridiculizarlas, la comete aquel reducto enquistado
dentro del dignísimo sector romántico que se apropia del gusto y desprecia, no
la violencia, las formas o la educación, algo muy respetable, sino estilos y planteamientos
de los que no entienden la competición de su misma manera. Duele escuchar cómo
discursos geniales de tipos cultivados como Menotti o Cappa se rompen cuando
dicen “El Madrid de Mourinho jugaba como un cualquiera, nunca tuvo fútbol. Si
mañana el entrenador del Madrid es el carnicero de la esquina va a jugar igual”
o “Mourinho fue un cagón, jugó con tres picapiedras en el centro. Es la mayor
cobardía que he visto en un grande”, refiriéndose al partido de ida de
semifinales de Champions de 2011, donde el Madrid consiguió dejar en cero
ocasiones a un Barça de otro mundo hasta que un Pepe sobreexcitado se cargara
el plan con una entrada innecesaria. “El Madrid de Mourinho era el mejor de
entre los que jugaban mal”, decía Menotti. ¿Qué es jugar mal? ¿No es más
coherente y más honesto hacer más sólidos los argumentos que potencian tu idea
que ningunear la del rival? ¿Tan difícil es comprender que se puede encontrar
el espectáculo en el mero hecho de competir con diferentes armas?
Se
podría pensar que el eterno enfrentamiento entre Bilardo y Menotti haya dejado
en Argentina esta necesidad de ensuciar lo del rival para exaltar lo nuestro,
pero uno escucha a Julio Velasco –entrenador argentino de voleibol, campeón
mundial con Italia en 1990 y 1994– y se da cuenta de que no. O de que no en
todos. De que aún quedan genios de los de verdad para dar sentido al juego:
“Yo
combato mucho la ideologización del deporte. Para empezar, ‘lo que le gusta a
la gente’ dejemos que sea la gente la que lo diga. Lo que yo no acepto es que
se pretenda una línea única. En cualquier cosa. Cada entrenador tiene el
derecho y el deber de entrenar como le parece. Tiene que hacer ganar a su
equipo, tiene que hacer las cosas que a su equipo le conviene… Nuestro trabajo
es un trabajo práctico. Tenemos que conocer las distintas opciones de cómo se
puede jugar y entrenar y elegir la que más nos gusta, pero también la que más
funciona porque tenemos una responsabilidad muy grande. Entonces, qué se yo,
eso de los buenos y los malos (eso sí que es muy nuestro –muy de los
argentinos–), que si este jugando así al fútbol expresa su modo de vivir, que
se juega como se vive… Es tan difícil decir cómo se vive, la vida es tan
compleja, tan contradictoria, hacemos una cosa, luego hacemos la contraria, tenemos
70 años y seguimos buscando el camino… Esas seguridades absolutas que tienen
algunos me parecen un poco adolescentes, un poco el ‘yo encontré la verdad y
ahora se la cuento a todos’… Yo tenía eso cuando era pibe, lo tuve, me creía
que iba a tener la verdad universal, pero luego uno crece y vive se da cuenta
de que la cosa es mucho más complicada. A mí me parece bárbaro que a uno le
guste un tipo de fútbol, que lo defienda y va a hacer ese. Pero hay que tener
la amplitud, y eso también me gustó mucho de Guardiola, de no estar bajando
líneas diciendo ‘el que no hace esto hace mal fútbol’. Y esto lo repite
siempre: ‘Esta es mi manera’. Y está muy bien que cada uno tenga su manera. Lo
que no está bien es la de renegar la del otro. Yo tengo mi manera, me gusta
está: bárbaro. La defiendo, y no voy a cambiar, no me voy a dejar presionar:
bárbaro. Ahora, negar lo del otro no está bien. Y esto tiene que ver con un
concepto democrático de la comunidad. La idea de que la democracia es ‘si
ganamos y somos mayoría los demás no tienen derecho a decir nada’ no es buena.
La verdadera democracia es aceptar la convivencia de ideas diferentes, aunque
la mayoría tenga derecho a decidir. Aceptarlo como algo normal en el ser
humano. ¿Qué pretendemos, que todos lo veamos igual? Yo tengo muy claras mis
ideas en el vóley, pero no puedo no aceptar que otro tenga ideas distintas, más
que nada porque la historia del deporte demuestra que se ha ganado y se ha
perdido de mil maneras diferentes, y se ha jugado y se ha entrenado de mil
maneras diferentes. ¿Cómo podemos decir que hay una que es mejor que la otra?
Lo único que podemos decir es que hay una que nos gusta más que la otra”.*
* Palabras pronunciadas el 14 de mayo de 2014 en el programa
No somos nadie de la emisora argentina Radiocut.
* Alberto Egea.
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