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Desde que la sociedad comenzó a concienciarse de que la
práctica de un deporte en edades de máxima capacidad de aprendizaje desarrolla
ciertas facultades beneficiosas para el ser humano, nos hemos ido encontrando
con niños y niñas que comienzan a practicar el fútbol a una edad cada vez más
temprana.
Probablemente, ninguno de estos niños tenga la noción más básica
sobre este deporte, pero hay una cosa en la que coinciden todos: “El balón es
para mí”. El balón es el centro de atención y hacerte poseedor de él implica
atraer todos los focos. Es, a partir de aquí, donde nuestro ego empieza a darse
a ver a través de la actividad física, sobre todo en deportes grupales. Ander
Herrera decía en una entrevista de Jordi Quixano en “El País” que “el ego
desproporcionado es falta de madurez de una persona”, lo cual deja claro que
nacemos siendo egoístas y aprendemos a controlarnos con el tiempo.
De todos modos, empecemos por el principio. ¿Qué es el ego?
No vamos a entrar en definiciones Freudianas sobre las instancias psíquicas y
vamos a acoger una definición que se acerque más a lo que pensamos cuando
utilizamos la palabra en el ámbito futbolístico.
“Es el aprecio excesivo que una persona siente por sí
misma.”
Todo ser humano tiene un ego. Este puede ser más o menos
exorbitante según la personalidad de cada uno. Por lo tanto, como entrenadores,
convivimos con muchos egos, los cuales, según la edad, pueden verse más
exteriorizados.
Siempre he defendido que los seres humanos somos
consecuencias. Todos somos como un bloque de mármol el cual los factores
externos, a veces atraídos por nosotros mismos, van tallando y dándole forma.
Creo en la causalidad y no en la casualidad. Por ese motivo, me gusta indagar
en los antecedentes de mis jugadores, para conocer la raíz de una actitud que
ponga en peligro la armonía del equipo.
No creo que se deba tratar a todos los jugadores por igual,
lo que no implica que piense que no haya que ser justo, simplemente hay que
tratar a cada jugador de una manera distinta pero aplicando la misma normativa
disciplinaria. Si soy consciente de que, por razones biológicas, no debería
exigir a todos mis jugadores ser igual de rápidos… ¿Por qué debería exigirles
que sean psicológicamente iguales?
Hay jugadores que necesitan que estés más
encima de ellos porque necesitan reclamar tu atención y escuchar tu aprobación.
Otros simplemente necesitan escuchar un par de indicaciones y no necesitan más
de ti para realizar correctamente una tarea. No debemos exigirle un 7 a todo el
equipo cuando hay jugadores con potencial para llegar al 9, ni debemos forzar a
alguien que no es capaz de pasar del 5, pues su frustración romperá esa
armonía.
Con todos estos egos, volviendo al tema principal, hay que
conseguir hacer un equipo que tenga objetivos comunes, teniendo en cuenta que
hay miles de factores externos que van a estar haciendo que reaccionen de forma
impredecible, sobre todo en la adolescencia.
En este punto nos encontramos una
palabra clave que ya fue importante en el artículo anterior: Adaptación. El
entrenador debe saber adaptarse a los cambios tanto dentro como fuera del
campo. Ha de saber cuándo debe intervenir en una situación que afecta
anímicamente a un jugador y, sobre todo, cómo intervenir.
Un buen entrenador
debería ser un buen psicólogo, además de tener amplios conocimientos
futbolísticos, desde mi punto de vista. El entrenador debe ser un amigo fuera
del campo y una autoridad dentro de él. Debe crear un interés general,
convencer al equipo de que su metodología es la correcta y conseguir que los
resultados acompañen. Tarea difícil.
¿Cómo actuar ante un “ataque de ego”? No hay un manual para
ello. Precisamente nuestra función debería ser la de conseguir que esto no
llegue a suceder mediante un seguimiento constante sobre el jugador. Si sucede,
significa que algo se nos ha escapado, aunque tampoco debemos caer en la trampa
de dar nuestro brazo a torcer siempre. Un jugador debe sentirse importante,
pero jamás imprescindible. Si es consciente de que sin su presencia la
estructura del equipo se tambalea, puede ser que su ego empiece a dirigir el
timón de nuestro barco.
Al fin y al cabo, el ego es lo que nos mueve y nos hace
actuar y por ello no debemos eludirlo. Pero cuidado, puede que estemos
pendientes de gestionar el ego ajeno y nos tropecemos con el nuestro.
Sergio Massagué Cobo (@Kekio_09)
Técnico Deportivo, Grado Medio.
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